Lorenzo Scupoli — O Combate Espiritual
Excertos de versão em espanhol da obra original de Lorenzo Scupoli, encontrada na Internet
Capítulo 19 — Modo de combatir el apetito carnal
Contra este apetito has de luchar de un modo particular y diferente que colara los otros. Para combatirlo como conviene, distinguirás tres tiempos: antes de la tentación, en el momento de la tentación, y después de la tentación.
—Primero. Antes de la tentación, la batalla será contra las causas que suelen ocasionarla. Ante todo, has de pelear no atacando al enemigo, sino huyendo con todas tus fuerzas de cualquier ocasión o persona que constituya para ti un mínimo peligro. Y si fuera preciso enfrentarte con ellas, hazlo con una actitud modesta y seria, usando palabras graves y adoptando un aire severo más bien que familiar y afable.
No te fíes del hecho de no haber experimentado o sentido en muchos años los estímulos de la carne, pues ese vicio hace en una hora lo que no ha hecho en muchos años y sabe urdir ocultamente sus tramas; de modo que hiere y daña tanto más irremediablemente cuanto más inofensivo y menos sospechoso se muestra.
Y la experiencia tiene muy demostrado que el peligro es mayor cuando el trato se mantiene so pretexto de que se trata de cosas lícitas, por razones de parentesco o deberes de oficio, o incluso de virtud de la persona querida. De hecho, en el frecuente e imprudente trato va mezclándose el venenoso deleite del sentido y, poco a poco e insensiblemente, va calando hasta el fondo del alma y va oscureciendo paso a paso la razón, de modo que llegan a estimarse intranscendentes las cosas peligrosas, las miradas tiernas, las palabras dulces que se intercambian y el deleite de la conversación. Y así, de concesión en concesión, se cae finalmente en el desastre o en tentaciones dolorosas y difíciles de superar.
Insisto en que lo que debes hacer es huir, porque eres paja, y no debes fiarte porque estés empapada y llena del agua de una voluntad fuerte y decidida, resuelta y dispuesta a morir antes que ofender a Dios. El calor del fuego de un trato frecuente secará poco a poco el agua de tu buena voluntad, y, cuando menos lo pienses, prenderá de tal manera que no respetará ni parientes ni amigos; no temerá a Dios, ni le importará el honor ni la vida, ni todas las penas del infierno. Huye, pues, huye si no quieres ser sorprendido, apresado y muerto.
—Segundo. Huye del ocio y estate en guardia y atento, ocupándote en los pensamientos y las obras convenientes a tu estado.
—Tercero. No ofrezcas resistencia; obedece prontamente a tus superiores, realizando con solicitud lo que te impongan, y poniendo especial interés en aquellas cosas que te humillan y son más contrarias a tu voluntad y natural inclinación.
—Cuarto. No te permitas jamás un juicio temerario sobre tu prójimo, y menos cuando se trate de ese apetito. Y si manifiestamente lo ves caído, compadécete de él y no lo desprecies ni lo humilles; procura sacar de ello provecho de humildad y de conocimiento de ti mismo, sabiendo que eres polvo y nada; acércate a Dios con la oración y huye más que nunca de las ocasiones en las que descubras la mínima sombra de peligro. Porque si eres fácil en juzgar y despreciar a los demás, te corregirá Dios a tu costa, permitiendo que caigas en ese mismo fallo, para que te convenzas de tu soberbia y, humillado, pongas remedio a ambos defectos. Y aunque no caigas ni cambies de modo de pensar, debes saber que hay muchas razones para dudar de tu situación.
—Quinto y último. Ten en cuenta que si te encuentras en el regalo y consuelo de delicias espirituales, debes guardarte de admitir sentimientos de vana complacencia de ti mismo, creyendo ser algo, y pensando que tus enemigos ya no te darán más guerra, porque ya te inspiran desprecio, aversión y horror. Si no eres en eso muy cauto, caerás con facilidad.
Cuando arrecie la tentación, observa si la causa de donde procede es interior o exterior. Por causa exterior entiendo la curiosidad de los ojos y de los oídos, el extremado cuidado de los vestidos, las confianzas y confidencias que incitan a ese vicio. El remedio en estos casos es la honestidad y la modestia, no queriendo ver ni oír nada que sea excitante: huir es la medicina, como ya he dicho.
La causa interior procede o de la vitalidad del cuerpo o de los pensamientos de la mente, que proceden de nuestros malos hábitos o de sugestiones del demonio. La sensualidad del cuerpo se mortifica con ayunos, disciplinas, cilicios, vigilias y otras austeridades semejantes, dentro de los límites de la discreción y la obediencia. En cuanto a los pensamientos, vengan de donde vengan, los remedios son los siguientes: ocuparse en los ejercicios adecuados al propio estado, en la oración y la meditación.
Por lo que toca a la oración, hazla de esta manera: apenas te des cuenta no sólo de la presencia de tales pensamientos, sino de su primera insinuación, concéntrate y piensa en el Crucifijo diciendo: «Jesús mío, dulce Jesús mío, ven pronto en mi ayuda para que no caiga en manos de mi enemigo». Y, abrazando la cruz de la que pende tu Señor, besa repetidas veces las llagas de sus santos piles, diciendo con fervor: «Oh llagas adorables, santas y castas, herid ya este pobre e impuro corazón y guardadme del peligro de ofenderos».
Y cuando las tentaciones de los deleites carnales te acosen no me parecería bueno que tu meditación se centrase en ciertos puntos que muchos libros proponer, como remedio a esa tentación; por ejemplo, la bajeza de ese vicio, su insaciabilidad, los disgustos y amarguras que lo acompañan, los peligros de la pérdida de los bienes, de la vida, del honor y cosas semejantes. Porque no siempre es este un medio seguro para vencer la tentación, y hasta puede aumentar las dificultades; pues si el intelecto, por una parte, desecha esos pensamientos, por otra nos ofrece ocasión y peligro de deleitarnos en ellos y de consentir al placer. Por eso, el mejor remedio consiste en huir de ellos, e incluso de todo lo que nos los recuerde, aunque sea, contrario a ellos.
He aquí por qué cuando tu meditación se oriente a ese fin, deberá centrarse en la vida y en la pasión del Señor crucificado. Y si, a pesar tuyo, en esa meditación se te presentan tales pensamientos, molestándote más de lo habitual —como seguramente sucederá—, no te asustes ni dejes la meditación, ni te enfrentes directamente a ellos ofreciéndoles resistencia; sigue impertérrito tu meditación con la mayor intensidad posible, pasando de tales pensamientos como si no fueran tuyos; pues no hay mejor medio de hacerles frente, aunque su acoso sea continuo.
Y acabarás tu meditación con esta o semejante petición: «Por tu pasión y por tu inefable bondad, líbrame de mis enemigos, creador y redentor mío»; pero sin dirigir tu atención al vicio, ya que sólo recordarlo representa ya un peligro. Y, además, no te entretengas nunca en deliberar si has consentido o no en tal tentación, pues, bajo apariencia de bien, se trata de un engaño del demonio, que pretende quitarte la paz y hacerte desconfiado y pusilánime, o, mientras te distrae con esas cavilaciones, lo que espera es hacerte caer en algún tipo de complacencia. Por eso, en estas tentaciones siempre que no estés seguro de haber consentido, ha de bastarte con una breve explicación a tu padre espiritual, quedándote tranquilo con lo que él te diga, sin volver a pensar más en ello. Exponle a él con sinceridad cualquier pensamiento, sin que te lo impidan ni el respeto humano ni la vergüenza. Pues si necesitamos la virtud de la humildad para vencer a todos nuestros enemigos, con más razón debemos ser humildes cuando se trata de este, ya que este vicio es casi siempre un castigo de nuestra soberbia.
Cuando ha pasado ya el momento de la tentación, y aunque ya te sientas libre y resguardado, esfuérzate por mantener tu atención muy lejos de aquellos objetos que la ocasionaron, aunque tu deseo de virtud o de cualquier otro provecho te empujen a actuar de forma diversa: se trata de un engaño de nuestra naturaleza corrompida y de una trampa de nuestro sagaz enemigo, que se transforma en ángel de luz para precipitarnos en las tinieblas.