Cassiano Hyperephania

La Soberbia

La octava lucha es contra el espíritu de la soberbia. Es un espíritu terrible el más salvaje de todos los precedentes. Combate sobre todo a los perfectos, y trata de derrocar, sobre todo, a aquello, que han alcanzado el ápice de la virtud. Como un morbo contagioso y pernicioso, no destruye solamente una parte del cuerpo, sino el cuerpo entero; así, la soberbia no destruye solamente una parte del alma sino el alma entera. Cada una de las otras pasiones, aun turbando el alma, combate a la sola virtud que se le opone, y solamente ésta se esfuerza en vencerla. Por tal motivo, oscurece solamente en parte al alma y la turba. Pero la pasión de la soberbia oscurece el alma toda y la arrastra a una caída extrema.

Para entender mejor cuanto se ha dicho, observemos lo siguiente: la gula se esfuerza por corromper la continencia; la fornicación tiende a corromper la templanza; el amor por el dinero está en contra de la pobreza; la cólera, contra la humildad; así, cada uno de los distintos vicios trata de corromper la virtud opuesta. Pero el vicio de la soberbia, cuando domina al alma mísera, como un tirano feroz que ha ocupado una grande y excelsa ciudad, la abate completamente desde sus cimientos.

Testimonio de todo esto es aquel mismo ángel que cayó del cielo por causa de su soberbia: creado por Dios y adornado de toda virtud y sabiduría, no quiso atribuir todos sus dones a la gracia del Soberano, sino a su propia naturaleza. Y hasta llegó a concebir la idea de ser igual a Dios. Y el Profeta, confrontando este pensamiento, le dijo: Has dicho en tu corazón: Me sentaré sobre la excelsa montaña, pondré mi trono entre las nubes y seré parecido al Altísimo. ¡Pero eres hombre y no Dios! E incluso otro profeta dijo: “¿De qué te alabas en tu malicia, oh poderoso? (Sal 51:1), y continúa el salmo. Conociendo esto, temamos y pongamos toda vigilancia en custodiar nuestro corazón del letal espíritu de la soberbia, recordándonos siempre a nosotros mismos, cuando ejercemos alguna virtud, lo dicho por el Apóstol: No yo, sino la gracia de Dios que está conmigo (1 Col 15:10); y lo que dice el Señor: Sin mí no podréis hacer nada (Jn 15:5), y cuanto ha sido dicho por el Profeta: Si el Señor no constituye la casa, vano es el trabajo de los constructores (Sal 126:1); y aun esta palabra: No de quien quiere ni de quien corre, sino de Dios que hace misericordia (Rm 9:16). Puesto que si alguno fuera ardiente en su celo, solícito en su determinación, aun así, revestido de carne y sangre como lo es, no podrá alcanzar la perfección si no es por la misericordia de Cristo y de su gracia. Dice Santiago: Todo regalo bueno… viene de lo alto (St 1:17). Y el apóstol Pablo: ¿Qué tienes que no lo hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿por qué te alabas como si no lo hubieras recibido? (1Col 4:7), exaltándote como por cosas de tu pertenencia.

De que la salvación nos provenga de la gracia y de la misericordia de Dios, es veraz testimonio aquel ladrón, que adquirió el Reino de los Cielos no ciertamente como recompensa por sus virtudes, sino por la gracia y la misericordia de Dios.

Nuestros Padres, que bien conocen todo esto, nos han trasmitido con unívoca sentencia que no se puede alcanzar de otro modo la perfección de la virtud si no es mediante la humildad, y ésta es habitualmente generada por la fe, por el temor de Dios y la perfecta pobreza: cosas gracias a las cuales se origina el amor perfecto. Por la gracia y por el amor de nuestro Señor Jesucristo a los hombre, a Él la gloria de los siglos. Amén.