Excertos do livro de C. S. Lewis “A Imagem do Mundo”
En la Edad Media se atribuyeron cuatro libros (Las jerarquías celestiales, Las jerarquías eclesiásticas, Los nombres divinos y la Teología mística) a aquel Dionisio que se convirtió al escuchar la alocución de San Pablo al Areópago (Actos, xvii, 34). Dicha atribución se impugnó en el siglo XVI. Se cree que el auténtico autor vivió en Siria y debió de escribir algo antes de laño 553, cuando sus obras aparecen citadas en el concilio de Constantinopla. La traducción al latín se debe a Juan Escoto Eriugena, quien murió hacia el año 870.
Sus obras suelen considerarse como el conducto principal por el que la tradición occidental entró en contacto con un tipo determinado de teología. Se trata de la «teología negativa» de quienes interpretan en sentido más estricto e insisten con mayor firmeza que otros en el carácter incomprensible de Dios. Tenía ya poderosas raíces en el propio Platón, como vemos en la República (509b) y en la Segunda Epístola1 (312e-313a) y constituye un aspecto central de la obra de Plotino. El ejemplo más representativo en inglés es The Cloud of Unknowing. Es posible que algunos teólogos protestantes alemanes de nuestra época, y algunos existencialistas teístas, presenten una remota afinidad con ella.
Pero eso, a pesar de ser lo más importante de la obra de Dionisio, no es lo que nos interesa. Su contribución al Modelo fue su angelología, razón por la cual podemos limitar nuestra atención a sus Jerarquías celestiales.2
Nuestro autor difiere de todas las autoridades anteriores y de algunas posteriores al declarar que los ángeles son mentes (mentes) puras, no encarnadas. Sin lugar a dudas, en el arte aparecen representados como corpóreos pro captu nostro, como una concesión a nuestra capacidad (i). Y ese simbolismo, añade, no los degrada, «pues incluso la materia, por deber su existencia a la Belleza auténtica, presenta en la configuración de todas sus partes algunos vestigios de belleza y dignidad» (ii). Podemos considerar esta afirmación, en un libro que llegó a tener tan gran autoridad, como prueba de que las personas cultas de la Edad Media nunca creyeron que los hombres alados que representan a los ángeles en la pintura y la escultura fuesen otra cosa que símbolos.
La disposición por Seudo-Dionisio de las criaturas angélicas en lo que Spencer llama sus «triplicidades trinas» en tres Jerarquías, cada una de ellas compuesta de tres especies, fue la que finalmente aceptó la Iglesia.3
La primera jerarquía consta de tres clases: serafines, querubines y tronos. Éstas son las criaturas más próximas a Dios. Están frente a amesos, nullius interiectu, sin nada por medio, rodeándolo con su danza incesante. Nuestro autor asocia los nombres de serafines y tronos con las ideas de calor o ardor, característica bien conocida de los poetas. De ahí que el somnour de Chaucer tuviese una fyr-reed cherubinnes face («cara de querubín roja como el fuego»)4 y que no fuese sólo por razones rítmicas por lo que Pope escribió: «el arrebatado serafín que adora y arde».5
La segunda jerarquía se compone de los kyriotetes o dominaciones, los exousiai (Potestates, Potentates, o potestades) y los dynameis o «virtudes». Esto último no significa excelencias morales, sino más que nada «eficacias», como cuando hablamos de las «virtudes» de un anillo mágico o de una planta medicinal.
La actividad de ambas jerarquías está dirigida hacia Dios; se mantienen, por decirlo así, con sus rostros dirigidos a él y dándonos la espalda a nosotros. En la jerarquía tercera e inferior encontramos, por fin, criaturas que tienen relación con los hombres. Consta de los principados (o principalidades o príncipes), los arcángeles y los ángeles. De forma que la palabra ángel es al mismo tiempo un nombre genérico para las nueve clases que componen las tres jerarquías y un nombre específico para la inferior.
Los principados son los guardianes y patrones de las naciones, de forma que la teología llama a Miguel «Príncipe de los Judíos» (ix). La fuente de eso en las Escrituras es Dan. xii, I. Si Dryden hubiese escrito su Artúriada, ahora se conocerían mejor esas criaturas, pues pensaba usarlas como sus machines («fuerzas sobrenaturales»).6 Son los «ángeles presidentes de todas las provincias»7 de Milton y los «guardianes provinciales»8 de Thomas Browne. Las dos clases restantes, arcángeles y ángeles, son los «ángeles» de la tradición popular, los seres que «se aparecen» a los individuos humanos.
Realmente, son los únicos seres sobrenaturales que lo hacen, pues Seudo-Dionisio está tan seguro como Platón o Apuleyo de que Dios se relaciona con el hombre exclusivamente a través de un «intermediario» y lee su propia filosofía en las Escrituras con tanta libertad como Calcidio había leído la suya en el Timeo. No puede negar que en el Antiguo Testamento parecen producirse teofanías, apariciones directas de Dios en persona a los patriarcas y a los profetas. Pero está completamente convencido de que nunca se producen. En realidad, esas visiones se producían por la mediación de seres celestiales, pero creados, «como si el orden de la ley divina exigiese que fuesen las criaturas de orden superior las que movieran hacia Dios a las de orden inferior» (iv). Una de sus concepciones fundamentales es la de que el orden de la ley divina así lo prescribe. Su Dios no hace directamente nada que puedan hacer los intermediarios; ya se trate de transferencia o de delegación, el principio universal es un descenso perfectamente graduado. El esplendor divino (illustratio) nos llega filtrado, como si dijéramos, a través de las jerarquías.
Eso explica por qué un mensaje tan grandioso como la Anunciación, aun dirigido a una persona tan eminente como María, lo llevó un ser angélico, y aun un mero arcángel, miembro de una penúltima clase inferior: «los primeros en conocer el divino misterio fueron los ángeles y a través de ellos nos llegó, después, la gracia de conocerlo» (iv). Con respecto a este punto, Santo Tomás de Aquino citó, siglos después, a Seudo-Dionisio y lo confirmó. Se hizo así (por varias razones, pero entre ellas) «para que, incluso en el caso de un asunto tan importante (in hoc etiam), el sistema (o regla ordinatio) por el cual las cosas divinas llegan hasta nosotros por mediación de los ángeles no quedara alterado».9
Mediante un tour de forcé comparable al que Macrobio realizó, cuando convirtió a Cicerón en un perfecto neoplatónico, nuestro autor encuentra confirmado su principio en Isa. vi, 3. En él aparecen los serafines gritándose unos a otros: «Santo, Santo, Santo». ¿Por qué unos a otros en lugar de al Señor? Evidentemente, porque cada ángel está transmitiendo incesantemente su conocimiento de Dios a los ángeles de rango inmediatamente contiguo al suyo. Naturalmente, se trata de un conocimiento transformador, no puramente especulativo. Cada uno fabrica para sus compañeros (collegas) «imágenes de Dios, espejos brillantes» (iii).
En la obra de Seudo-Dionisio el universo en su conjunto se convierte en una fuga cuyo «tema» es la tríada (agente-intermediario-paciente). La creación angélica total es un intermediario entre Dios y el hombre, y ello en dos sentidos. Se trata de un intermediario dinámico, como ejecutivo de Dios. Pero también es un intermediario en el sentido en que lo es una lente, pues las jerarquías celestiales se nos revelan para que la jerarquía eclesiástica de la Tierra imite, lo más fielmente posible, «su servicio y oficio divinos» (i). Y no hay duda de que la segunda jerarquía es intermediaria entre la primera y la tercera, y en cada jerarquía la clase central es intermediaria, y cada ángel individual, como cada hombre individual, tiene facultades de gobierno, de intermediario y de obediencia.
El espíritu de ese sistema, si bien no todos sus detalles, está muy presente en el Modelo medieval. Y, si el lector olvida su incredulidad y ejerce su imaginación sobre él, aunque sólo sea por unos momentos, creo que comprenderá el vasto reajuste que supone una lectura penetrante de los poetas antiguos. Verá toda su visión del universo invertida. En el pensamiento moderno, es decir, evolucionista, el hombre ocupa la cima de una escalera cuyo pie se pierde en la oscuridad; en el que estamos estudiando ocupa el pie de una escalera cuya cima es invisible a causa de la luz. También entenderá que, aparte del genio individual (que intervino, por supuesto), hubo algo más que contribuyó a dar a los ángeles de Dante su incomparable majestad. Milton fracasó en el mismo intento. En la época de este último ya se había producido el clasicismo. Sus ángeles tienen demasiada anatomía y demasiadas armaduras, son demasiado parecidos a los dioses de Homero y Virgilio y (por esa razón precisamente) muchísimo menos parecidos a los dioses del paganismo en su más alto desarrollo religioso. Después de Milton, se produjo una degradación total, y, al final, llegamos a los ángeles del arte del siglo XIX con su carácter puramente consolador, femenino y acuoso.
No se ha podido decidir con seguridad quién es su autor. ↩
Sancti Dionysii… opera omnia… studio Petri Lanselii… Lutetiae Parisiorum (MDCXV). ↩
Véase Dante, Paradiso, XXVIII, 133-5. ↩
Canterbury Tales, Prólogo, 624. ↩
Essay on Man, I, 278. ↩
Original… of Satire, ed. W. P. Ker, vol. II, pp. 34 y ss. ↩
Paradise Regained, I, 447. ↩
Urn Burial, V. ↩
Summa Theologica, IIIa, Qu. XXX, Art. 2. ↩