Tradução para o espanhol de Fr. Armando Suárez
Sensus allegoricus
El alegorismo (que a veces se confunde con el simbolismo) es una de las expresiones más características del genio medieval. Sin duda corresponde a un fenómeno universalmente humano que se encuentra hasta en las más clásicas civilizaciones de Grecia y Roma. Pero lo cierto es que en la Edad Media adquirió una extensión particular, invadiendo todo el pensamiento y las artes todas y deteniendo acaso el esfuerzo de las ciencias de observación y el de la plástica naturalista.
El alegorismo tiene una doble fuente, una griega y la otra semítica. Jugó un papel importante, por una parte en la enseñanza formalista de los retóricos y gramáticos (profesores de literatura), y por otra en la exégesis de la Sagrada Escritura entre los judíos (Filón), los griegos (Orígenes) y los latinos (Jerónimo, Ambrosio, Agustín). Para unos, el alegorismo deriva del adorno formal del discurso, afín a la metáfora y a la comparación y se funda en el placer refinado de ocultar un pensamiento precioso o de cubrirlo con velos más o menos espesos. Creación literaria o poética, engloba a la vez la forma y el contenido, pero como tanto los pensamientos como las imágenes forman la base de las representaciones, no sólo verbales sino plásticas, desborda naturalmente el cuadro de las bellas letras y tiende a materializarse en formas visibles.
Para los exégetas, el alegorismo es, ante todo, una técnica teológica que sirve para descubrir, bajo el sentido inmediato de las Escrituras, verdades de un orden superior allí ocultas en la medida conveniente. Orígenes habla aquí del sentido somático, psíquico y pneumático, mientras los latinos, que impondrán su norma en el curso de la Edad Media, como Casiano, Reda, R. Mauro, enumeran los sentidos histórico, tropológico, alegórico y anagógico. Pero entre estos términos hay que colocar otros, tales como el parabólico y el típico, de una parte, y el etiológico y analógico por otra. Entre los autores, San Jerónimo identifica trópico, figurado y alegórico y, por otra parte, espiritual, teórico y anagógwo; otros proponen otras equivalencias y el propio Santo Tomás, deseoso de permanecer fiel a la tradición medieval de la Tetrada sagrada, considera el alegórico y el típico como sinónimos.
¿Cómo ver claro en medio de tantos matices y a qué realidades responden todos estos vocablos? Para responder a esta cuestión nos proponemos partir de una base sólidamente establecida en el siglo XIII y de ahí remontar la corriente. Haciéndolo asi no perderemos de vista un principio que consideramos esencial. Muchos autores modernos han sido de tal manera fascinados por el alegorismo medieval, que no han visto más que eso. La ciencia de la Edad Media, creen, es medularmente simbólica; la literatura se caracteriza por una técnica abusiva de la alegoría abstracta; la estética, aun la de Dante, gravita enteramente en torno al placer ingenuo y refinado del enigma y la metáfora. Nada hay más falso que tamaña exageración. Desde San Agustín y todo a lo largo del siglo XII, la Biblia vale ante todo por el sentido histórico e inmediato de las realidades que cuenta o de los preceptos que expone1 . No sólo en el siglo XIII, sino a los ojos de los Victorinos y chartrianos también, la ciencia ideal es ante todo ciencia de observación, de análisis, y de explicación causal de los datos inmediatos. La catedral, antes de ser un bosque de símbolos, es una lógica petrificada, tan rigurosa, aunque menos empírica, como la que preside en nuestros días la construcción de automóviles y aviones. “Creaturae paxsunt considerari ut res vel ut signa” dice San Buenaventura. Antes de ser signos de un mundo invisible, son “cosas” con su estructura propia2 .
La teoría del alegorismo ha sido elaborada ante todo por los teólogos. El “sensus allegoricus” es en la Edad Media una noción teológica antes que literaria. Escuchemos a Santo Tomás: “Una verdad, dice, puede manifestarse de dos maneras: por palabras o por realidades. La palabra significa siempre una cosa, la realidad puede ser el signo o la figura de otra realidad. Los hombres sólo pueden fabricar palabras, que se adaptan más o menos a sus objetos; no siendo dueños de la naturaleza de los seres no pueden, por consiguiente, disponer de ella para significar otras realidades. Dios en cambio no sólo puede componer palabras con el fin de manifestar la verdad, sino que puede disponer las cosas a fin de significar por ellas otras realidades. En la Sagrada Escritura hay, pues, una doble manifestación de la verdad: manifiéstase ésta por palabras que designan las cosas y, además, por los hechos y las cosas que figuran a otras. En el primer caso hablamos de sentido literal, en el segundo, de sentido espiritual”.
Santo Tomás no habla, pues, aquí del sentido alegórico, sino del sentido espiritual, cosa clara y, por lo demás, conforme a la tradición. San Jerónimo decía ya que la “verdad literal e histórica (del texto) pone los fundamentos de la inteligencia espiritual (de las cosas)” y Hugo de San Víctor permanece fiel a esta terminología fundamental en el Didascalion: edificamos el edificio espiritual de la doctrina gracias a la inteligencia espiritual del mundo de la naturaleza y de la historia. “Spiritualis intelligentia spirituale aedificium”.
La realidad espiritual es invisible, misteriosa y sobrenatural. Por esto es por lo que San Jerónimo habla de una ciencia de secretos divinos: “scientia secretorum”. Mientras el sentido literal o superficial no mira de suyo más que a una sola significación, dice paradójicamente Juan de Salisbury, encubre una multitud de misterios o, si se prefiere, una realidad misteriosa de varias dimensiones Alejandro de Hales va más lejos aún. Si lo propio de la ciencia humana es transmitirse en claro lenguaje, lo propio de la ciencia divina es hacerlo por ocultos discursos: la sabiduría, en efecto, se encuentra en el misterio, “sapientia in mysterio”.
En suma, la Sagrada Escritura despierta siempre el sentido del misterio y éste es el primer carácter por el que difiere de la literatura profana; el segundo resulta del hecho de que estos misterios no son sugeridos por las palabras, sino prefigurados por la estructura de las realidades que las palabras designan. Teniendo el misterio varias dimensiones, es inevitable que el sentido espiritual se subdivida.
“La verdad figurada por la realidad tiene un doble fin; hacernos creer lo que conviene y hacernos actuar como se debe. Si los hechos nos revelan el orden moral que realizar, hablamos de sentido moral o tropológico. Si expresan el orden real que creer, hablamos de su sentido alegórico o típico: así ocurre cuando en el Antiguo Testamento descubrimos la figura de lo que ha pasado en el Nuevo; y de sentido anagógico, cuando en los hechos de ambos testamentos descubrimos la imagen de lo que pasa a la Iglesia triunfante en el Cielo”. Esta doctrina de Santo Tomás no tiene nada de original, pero ayuda a dilucidar un problema importante. “Sensus allegoricus” tiene, en relación con la Escritura, una doble significación: muchos autores identifican el sentido espiritual con el sentido alegórico: así Hugo de San Víctor: “Fundamentan et principium doctrinae sacrae historia est de qua… veritas allegoriae exprimitur”. En sentido estricto, sin embargo, el sentido alegórico no es más que una de las tres especies del sentido espiritual: se opone ai sentido tropológico por una parte, y al sentido anagógico por otra. Ulrico de Estrasburgo menciona esta distinción con su precisión acostumbrada. “Significando el sentido alegórico un sentido diferente del sentido literal, todo sentido espiritual es alegórico. Cuando el sentido literal se refiere a los contenidos ocultos de la fe, y hablamos todavía entonces de sentido alegórico, este término significa ahora de una manera más estricta lo que vale de una manera general”.
Lo que se entiende por alegorismo en la Edad Media se refiere, pues, según los teólogos, a la interpretación espiritual de lo real visible o histórico, considerado como la imagen o figura de un mundo sobrenatural, lleno de misterios. Pero contra esta concepción del alegorismo los hombres de letras elevan evidentemente objeciones. Encontraremos un resumen de ellas en Santo Tomás.
No se puede negar, se dice, que los autores profanos usan alegorías, expresiones figuradas y fábulas que hay que entender en sentido moral. Mediante cuentos ficticios, extraídos de la vida de los animales, nos incitan a bien vivir; a través de los mitos nos presentan las formas naturales bajo formas plásticas. “Poeticae artis est veritatem rerum aliquibus similitudinibus fictis designare”. En la literatura profana se encuentran tanto como en la Sagrada Escritura múltiples sentidos y por consiguiente la letra puede allí encubrir el espíritu, la apariencia una significación profunda, la historia un sentido alegórico. Por otra parte, en cuanto obra literaria, la Escritura misma designa frecuentemente mediante expresiones figuradas otras cosas que no son realidades espirituales: así Daniel habla de un Rey griego como de un macho cabrío en un rebaño de cabras. En otras partes enseña verdades morales de una manera directa y el sentido tropológico se confunde entonces con el sentido literal. ¿Cuál es, por consiguiente, el valor del “sensus allegoricus”?
Este problema preocupó sobremanera a un Conrado de Hirschau en el siglo XII. Este autor le da vueltas en todos los sentidos sin hallar solución satisfactoria. La intención principal de su diálogo es apartar a los monjes jóvenes de la literatura profana o fabulosa: “studentes a figmentis fabulosis avertere… filiorum ecclesiae a poeticis ludis et figmentis animos revocare… fabularum commenta dissuadere”. Desgraciadamente no logra escapar a las limitaciones de la terminología tradicional y cae en contradicciones, al menos verbales. Su teoría de la significación sufre, por otra parte, el estado poco avanzado, en su época, del problema de los universales.
Pero los teóricos de las bellas letras no se detienen aquí. Muy al contrario: por eso en el siglo XII todo será esclarecido. El sentido espiritual o alegórico resulta únicamente de la estructura de las cosas y, por consiguiente, sólo Dios puede fundarlo en la naturaleza misma de las cosas. El hombre no puede expresar su pensamiento más que con palabras o imágenes, pero por ello no abandona el dominio de la expresión verbal o literal ni el del mundo visible. “Homo potest adhibere ad aliquid significandum aliquas voces vel aliquas similitudines fictas… significare autem aliquid per verba vel per similitudines fictas… non facit nisi sensum litteralem… Unde in nulla scientia humana industria inventa proprie loquendo potest inveniri nisi sensus litteralis” (S. Tomás). Toda literatura humana se refiere a lo real observable, pero unas veces directamente, por palabras tomadas en sentido propio, otras por expresiones imaginarias que deben tomarse en sentido figurado. Es, pues, posible que ciertas fábulas sean falsas en sentido real, pero verdaderas en sentido figurado.
El sentido literal, por tanto, tiene una doble relación con la verdad: o bien es referible en la historia directamente, “in prima facie litterae”, como dice Ulrico, o bien es referida en la parábola a otras realidades que las inmediatamente significadas. Así en el ‘”Cuervo y la Zorra” el fabulista piensa en el ingenuo vanidoso y en el astuto adulador significados respectivamente por el cuervo y la zorra, significados éstos a su vez por palabras: no se descubre aquí un sentido alegórico-teológico en las cosas, sino únicamente un sentido parabólico-literario. Santo Tomás y Ulrico se inspiran ambos en un matiz próximo a San Agustín, que distingue en el sentido literal cuatro sentidos subordinados: histórico, etiológico, analógico y alegórico. Según Ulrico, el propio San Agustín reduciría estos cuatro sentidos al sentido literal (o literario): “Augustinus dividit sensum litteralem in quattuor”. Desde el punto de vista del sentido alegórico (que Ulrico toma por un ilogismo flagrante en sentido teológico), debería confundirse con el sentido parabólico-literario. Santo Tomás es más prudente: “Illa tria: historia, aetiologia, analogia ad unum litteralem sensum pertinent… Sola autem allegoria inter illa quattuor pro tribus spiritualibus sensibus ponitur”.
La historia cuenta simplemente los hechos, la etiología añade al discurso y a los acontecimientos sus razones y la analogía pone de relieve su concordia con las verdades expresadas en otros lugares. Si, además, admitimos con ciertos escolásticos que la historia se refiere a la vez a lo particular y a lo universal, en el sentido de que rada hecho universal trae consigo una lección de alcance general -“Historia est particularium sed facta (particulada) sunt nobis resculae et principia vivendi”, llamaremos típico, ejemplar o simbólico (en sentido moderno) al hecho representativo de un grupo y obtendremos el siguiente esquema recapitulados.