Étienne Gilson — A Filosofia de São Boaventura
VIII. LOS ÁNGELES
Después de haber determinado las condiciones de la acción creadora, tenemos que examinar sucesivamente sus diferentes efectos. Harémoslo partiendo de las creaturas más perfectas a las menos perfectas, y subiendo en seguida de estas últimas a la creatura humana que constituye su verdadero fin1.
Las creaturas más perfectas son los ángeles, y es necesario que existan tales creaturas para que el universo esté ordenado según las exigencias de un plan regular. El principio directivo de este plan se ve por lo demás inmediatamente a poco que se reflexione sobre la naturaleza del acto creador. Consiste éste, según hemos ya dicho, en producir las cosas de la nada; a nadie por tanto va a extrañar que Dios haya conferido un ser deficiente y pobre a cierto orden de creaturas, sacadas apenas de la nada por la acción creadora, y que parecen, a causa de su continua mutabilidad, estar siempre a punto de volver a ella. Pero señalado este término de la acción divina, hay otro que es preciso señalar también. De la nada es de donde Dios ha creado las cosas, pero es Dios quien las ha creado; conveníale, pues, desde luego conferir el ser a substancias que fuesen tan aproximadas a Él cuanto los cuerpos lo estaban de la nada. Y estos seres son precisamente los ángeles. Vamos, pues, a deducir sus principales propiedades de su proximidad a la esencia divina.
La primera y más característica es su espiritualidad pura. Una substancia próxima a Dios, y que le es tan semejante cuanto puede serlo una substancia creada, debe ser necesariamente una substancia incorpórea, y por lo mismo totalmente espiritual. Dios es, en efecto, un ser totalmente exento de cuerpo, en el sentido de que no solamente es inteligencia e inteligible, sino también de que en Él el espíritu no está en modo alguno ligado a ninguna especie de cuerpo. Debe, pues, ocurrir lo mismo en el más noble y semejante a Él de todos los seres creados, aquel sin el cual, en frase de Ricardo de San Víctor, nuestro universo sería acéfalo: quod est inconveniens (3). Dedúcese de esta conclusión que, a pesar de las vacilaciones de muchos Doctores, y aun de algunos Padres de la Iglesia, los ángeles no están naturalmente unidos a cuerpos. Parece que San Agustín y San Bernardo dudan sobre este particular; pero es casi cierto que no les están naturalmente unidos y aun es bastante probable que ni siquiera puedan estar unidos inseparablemente (4). Cuando por un tiempo, y para llenar una misión especial, han de revestir la apariencia sensible de un cuerpo, estos espíritus puros no constituyen el alma ni por consiguiente las formas de este cuerpo; no ejercen ninguna función vegetativa o sensitiva, solamente los dirigen y ordenan sin mezclarse con ellos (5).
Este punto reviste extrema importancia filosófica, aunque las particularidades de la angelología bonaventuriana interesen más especialmente a la teología. Aquí es efectivamente dondé se sientan los primeros fundamentos del orden universal; si el ángel no es un espíritu puro no puede menos de ser una forma; y si es forma, entra en la misma especie del alma humana, y siéndolo, desaparece un grado necesario del orden creado, por confusión con otro grado. Por esto los argumentos de San Buenaventura contra los teólogos todavía vacilantes sobre la independencia de los ángeles en relación con todo cuerpo, son casi todos ellos sacados de las exigencias del orden jerárquico universal; trátase de resolver si los ángeles son ángeles o simplemente son almas, es decir si queda lugar para un grado de seres entre Dios y el hombre.
No es tan fácil de resolver como a primera vista parece este problema, pues si bien apenas cabe duda de que el ángel sea de una naturaleza superior en dignidad a la del alma, cabe legítimamente sin embargo vacilación cuando se trata de especificar en qué consiste esta superioridad. Ciertamente es considerable la distancia actual entre el ángel y el hombre; pero no era tan grande como algunos lo suponen la distancia que primitiva y esencialmente los separaba. Por lo que se refiere a los fines, por ejemplo, se hallan colocadas exactamente en el mismo rango estas dos substancias espirituales; son literalmente iguales, pues el hombre está ordenado, del mismo modo que el ángel, a la beatitud eterna consistente en el goce de Dios. Y no solamente tienen ambos por fin la misma beatitud, sino que es para ambos el fin inmediato; es decir, que el ángel no ha sido creado con miras a otra creatura cuyo fin fuera Dios, ni el alma creada con miras al ángel que tiene a Dios por fin; el hombre, lo msimo que el ángel, han sido creados sólo para Dios: nec homo propter angelum, nec ángelus propter hominem2. Ninguna consecuencia mayor en lo referente al problema del conocimiento humano y a las relaciones inmediatas que la misma supone entre Dios y el hombre; la doctrina agustiniana según lá cual Dios preside al alma humana: nulla interposita natura, no será verdadera en el orden del conocimiento sino por haberlo sido antes en el orden de los fines.
NOTAS
Hallaránse cierto número de datos de orden teológico sobre los puntos que nosotros pasaremos por alto en el capítulo dedicado a los ángeles y a los demonios por G. Palhoriés, Saint Bonaventure, cap. IX, PP. 272-293. ↩
II Sent. 1, 2, 2, 2, concl., t. II, p. 46. Esta curiosa conclusión de San Buenaventura, que no parece haber sido muy seguida (Scholion, ad loc.), hace a ángeles y hombres conciudadanos de una misma ciudad y colaboradores en una misma obra divina: “Pues el hombre tiene habilidad para caer con frecuencia, pero para levantarse también; en cambio el ángel que se mantiene en su estado, tiene la perpetuidad en ese estado, pero si cae, tiene imposibilidad para levantarse. Por eso el ángel que se mantiene en pie sostiene al hombre, o la debilidad humana, y el hombre, al levantarse, restaura la ruina de los ángeles; por eso el ángel, en cierto modo es para el hombre, y en cierto modo también el hombre para el ángel; y en este orden son iguales.” Para lo siguiente, la aproximación está hecha por San Buenaventura, ad 1, p. 46; Cfr. p. 45, nota 5. ↩