Bernardo de Clairvaux — Sermões
EN LA FIESTA DE LA ANUNCIACIÓN DE LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA — 25 DE MARZO
SERMÓN PRIMERO (cont.)
9. Desde entonces (para proseguir la parábola del Profeta que dice que la misericordia y la verdad mutuamente vinieron a encontrarse, y que se reconciliaron con el beso de amistad) parece haber nacido una grave contienda entre las virtudes. La verdad y la justicia afligían al hombre miserable: la paz y la misericordia, no tomando parte en este celo, juzgaban que más bien se le debía perdonar. Tienen estas dos entre sí la conexión de hermanas de leche, así como también las primeras. De esto se siguió que perseverando aquéllas en pedir venganza, y afligiendo por todas partes al hombre delincuente, y juntando a las molestias presentes las amenazas del futuro suplicio; se retiraron éstas al corazón del Padre, volviéndose al Señor que las había dado al hombre. De esta suerte, cuando todo se veía lleno de aflicción, Él solo meditaba pensamientos de paz. No se daba punto de reposo la paz, mientras que la misericordia tampoco guardaba un momento de silencio, sino que ambas a dos se esforzaban en conmover con piadoso susurro las paternales entrañas del Señor, diciendo: ¿Nos desechará Dios para siempre o podrá resolverse a no sernos jamás favorable? ¿Se olvidará Dios de tener misericordia, o su cólera detendrá el curso de sus piedades? Aunque durante muy largo tiempo pareció que no se daba por entendido el Padre de las misericordias, a fin de satisfacer entretanto al celo de la justicia y de la verdad; sin embargo no fue infructuosa la importunidad de las suplicantes, sino que fueron oídas en el tiempo oportuno.
10. Tal vez se puede decir que instándole ellas, las dio esta respuesta: ¿hasta cuándo durarán vuestros ruegos? Soy deudor también a vuestras hermanas la Justicia y la Verdad, a quienes veis dispuestas para hacer venganza en las naciones. Que sean llamadas a consejo, vengan y conferenciaremos sobre este asunto. Se apresuran los nuncios celestiales a cumplir esta orden, pero al ver la miseria de los hombres y la plaga cruel que les aquejaba, lloraban amargamente, como habla el Profeta, ¿os nuncios de la paz. ¿Quiénes más fielmente buscarían y rogarían lo que condujese a la paz, que los Ângeles de la paz? Puesta de acuerdo con su hermana la Justicia, acudió a la cita la Verdad el día señalado, pero subió hasta las nubes: no todavía brillante, sino algo obscurecida y anublada por el celo de la indignación. Entonces sucedió lo que el Profeta dice: Señor, en el Cielo está vuestra misericordia, y vuestra verdad llega hasta las nubes. Sentado en medio de ambas el Padre de las luces, una y otra alegaba los argumentos que creía más convincentes. ¿Quién te parece que mereció asistir a este coloquio, para que pueda decirnos lo que pasó? ¿Quién lo oyó, y nos lo podrá contar? Tal vez son cosas inefables, y no es permitido al hombre hablarlas. Con todo eso, la suma de toda la controversia parece haber sido esta. — Necesita de conmiseración la criatura racional, dice la Misericordia, porque se ha hecho mísera y miserable en gran manera. Llegó el tiempo de compadecerse de ella, sin que sea posible dilatarlo para más adelante. A esto replica la Verdad: Señor, que se cumpla la palabra que vos pronunciasteis. Es preciso que muera enteramente Adán con todos los que estaban con él el día en que, pisoteando vuestro mandato, comió la manzana vedada. — ¿Para qué, dice la Misericordia, para qué, Padre, me habéis engendrado, si tan presto he de perecer? Sabe la misma Verdad que vuestra piedad perecería, quedando reducida a la nada, si alguna vez no os compadecieseis de las miserias del hombre. Insiste a su vez la Verdad, diciendo resueltamente: ¿quién ignora, Señor, que si el transgresor evita la sentencia de muerte que está promulgada contra él, perecerá para siempre vuestra verdad y no durará eternamente?
11. Mas he ahí que uno de los kerubimes sugiere la idea de que ambas litigantes comparezcan ante el Divino Salomón; porque al Hijo se le ha deudo toda la potestad de juzgar. Así se hizo en efecto: juntáronse en presencia del Hijo divino, la Misericordia y la Verdad, alegando cada cual en su favor las razones antes indicadas. Confieso, dice la Verdad, que la Misericordia tiene buen celo, pero ojalá que fuera arreglado a la prudencia (sophrosyne — phronesis). Mas ahora ¿con qué razón juzga que se haya de perdonar más bien al transgresor, que atenderme a mí que soy su propia hermana? Y tú, le replica la Misericordia, ni al uno ni a la otra perdonas, sino que enardeces con tanta indignación contra el transgresor, que envuelves con ella a tu hermana juntamente. ¿Qué mal te he hecho yo? Si tienes algo contra mí, dímelo: y si no ¿por qué me persigues? ¡Grande controversia, Hermanos míos, y disputa sobremanera intrincada! ¿Quién no diría entonces: mejor sería para nosotros que este hombre no hubiera nacido? Así era, Carísimos, así era: no parecía posible que, en lo relativo a la salvación del hombre, pudieran llegar a un acuerdo mutuo la Misericordia y la Verdad: tanto más cuanto que ésta dirigiéndose al Juez, le hacía notar que el agravio de que ella fuera víctima resultaría desfavorable al mismo Juez; e insistía en que a todo trance era necesario que la palabra de su Padre no quedara frustrada, y que por ningún pretexto debía quedar letra muerta aquella palabra viva y eficaz, En esto intervino la Paz, diciendo: dejaos, os ruego, de discusiones, cese vuestro altercado: que es indecoroso contender entre sí las virtudes.