Nicolas Berdiaeff — DIGNIDAD DEL CRISTIANISMO — INDIGNIDAD DE LOS CRISTIANOS
V
Los hombres de nuestra época que están alejados del cristianismo afirman de buen grado que la Iglesia cristiana debe estar compuesta de hombres perfectos, santos, y la acusan de albergar en ella tantos pecadores, tantas almas imperfectas, tantos pseudo-cristianos. Es el argumento acostumbrado contra el cristianismo. Empero eso es no comprender la naturaleza de la Iglesia y olvidar su esencia, porque la Iglesia existe ante todo para los pecadores, para los seres imperfectos y perdidos. La Iglesia desciende al mundo y obra en medio de elementos sumergidos en el pecado. Celeste por su origen y eterna por su principio, obra en la tierra y en el tiempo; no se queda en las cumbres, alejada del mundo pecador que lucha con sus sufrimientos ; la Iglesia debe ante todo socorrer a este mundo, salvarlo para la vida eterna y elevarlo hasta el cielo. La esencia del cristianismo está en la unión de la eternidad y del tiempo, del cielo y de la tierra, de lo divino y de lo humano y no en su separación. Lo humano, lo temporal no debe ser negado y rechazado, sino esclarecido y transfigurado.
En los primeros siglos del cristianismo hubo un movimiento sectario llamado el montañismo, que afirmaba que la Iglesia debe componerse exclusivamente de seres perfectos y santos y que exigía que los pecadores y los seres imperfectos fueran arrojados de su seno. Para los montañistas, la Iglesia era una comunidad que había recibido dones especiales del Espíritu Santo; de modo que la mayor parte de la humanidad pecadora se hallaba desterrada de la cristiandad. La conciencia eclesiástica condenó el montañismo y admitió la Iglesia de los pecadores arrepentidos. Los santos son la defensa y el sostén de la Iglesia en la tierra, pero ésta no depende exclusivamente de ellos, porque la humanidad entera, la humanidad que busca su salvación, le pertenece en todos sus grados de perfeccionamiento. La Iglesia en la tierra es la Iglesia militante que lucha contra el mal y el pecado; pero no es todavía la Iglesia glorificada. Cristo mismo se juntaba con los publícanos y los pecadores, aunque los fariseos se lo reprochaban. Y su Iglesia debe en eso ser semejante a El; no puede consagrarse únicamente a los seres puros; tiene que estar con los que se pierden. Un cristianismo que no reconociera más que seres perfectos, sería un cristianismo farisaico. La compasión, la indulgencia, el amor al prójimo, con todos sus defectos y sus pecados, son obra del amor cristiano y el camino de su perfeccionamiento. Acusar al cristianismo de la sombra que vino a eclipsar a la Iglesia en su destino, es también un fariseísmo. Ni está demostrado, además, que sus acusadores sean, ellos, tan puros y tan perfectos.
El montañismo es un ejemplo de falso maxi-malismo en el cristianismo, y éste refleja siempre una falta de amor, un orgullo espiritual, una falsa moralidad. Su mentira consiste en exigir el máximum de los otros hombres y no exigirlo de sí mismo. Acusáis a los otros de que no han realizado la pureza, la perfección, la santidad, y no pensáis siquiera en realizarla vosotros mismos. Los que han llegado realmente a la perfección y a la santidad, no tienen costumbre de acusar a los otros. Los santos, los “Startzi”(Ascetas de grande espiritualidad) son indulgentes para con los hombres. Hay que ser exigente consigo mismo y no con los otros y evitar de este modo la hipocresía y el farisaísmo. El cristianismo es la religión del amor; reúne en sí la austeridad, la severidad, la exigencia para consigo mismo, la indulgencia, la caridad, la dulzura para con el prójimo.
El cristianismo se distingue claramente del tolstoísmo, que es un moralismo abstracto. Tolstoi juzga severamente el llamado cristianismo histórico y su crítica, apoyada en hechos, es a menudo justa. Tolstoi pretende que se confesaba el cristianismo como una doctrina abstracta, sin realizarla en la vida, sin seguir sus mandamientos. Para él, todo el cristianismo se reduce a la enseñanza moral de Cristo, a sus preceptos; y su lado misterioso y místico es para él desconocido y hostil. El estimaba que todo depende de la verdad de la concepción y que es fácil poner en práctica lo que se ha concebido. Si se reconoce la ley verdadera, la del Dueño de la vida, es decir, de Dios, será fácil, en virtud de ese mismo reconocimiento, realizarla. Pero ese era el error de su conciencia demasiado racional, que permanecía inaccesible al misterio de la libertad y de la gracia. Este optimismo contradecía la profundidad trágica de la vida. El apóstol Pablo nos dice: “Porque no hago el bien que quiero; mas el mal que no quiero, ésto hago”. “Y si hago lo que no quiero, ya no lo obró yo, sino el pecado que obra en mí”. (Romanos, cap. VII, vers. 19, 20) Este testimonio de uno de los cristianos más grandes nos descubre lo profundo del corazón humano; nos hace comprender que “la bancarrota del cristianismo” es una bancarrota humana y no un fracaso divino. Tolstoi no reconocía la libertad del hombre y no veía el mal que existe en lo profundo de la naturaleza humana. El veía el origen del mal en la conciencia y no en la voluntad y en la libertad. De modo que para vencer el mal no recurría a la ayuda divina, a la gracia, sino que exigía solamente una modificación de conciencia. Para él, Cristo no era el Redentor y Salvador; era el gran educador de la vida, el promulgador de las leyes, de los mandamientos morales. Y Tolstoi consideraba fácil la realización del cristianismo en la vida, porque es más fácil, más ventajoso y más prudente vivir conforme a la ley del amor que según la ley del odio adoptada por el mundo. Pensaba Tolstoi que Cristo nos enseña a “no hacer tonterías” y estimaba que si el cristianismo no se ha realizado en la vida, si los preceptos de Cristo no han sido puestos por obra, la falta recae sobre una enseñanza teológica que dirige toda su atención sobre Cristo mismo, edificándolo todo sobre el rescate efectuado por El; sobre la gracia divina. Tolstoi conmovía en sus fundamentos la Iglesia Cristiana.
Dice verdad Tolstoi cuando exige que se tome en serio el cristianismo; cuando pide el cumplimiento en la vida de los mandamientos de Cristo; pero se equivoca al imaginarse que una conciencia clara basta y que puede llegarse a ella sin Cristo el Salvador, sin la gracia del Espíritu Santo. Tolstoi, al exigir de los hombres ese esfuerzo, cae en el error de un maximalismo moral. El no consideraba como auténtico sino su cristianismo personal y acusaba de inmoralidad a la mayoría de los hombres porque no renunciaban a sus bienes, porque no trabajaban manualmente, porque comían carne, porque fumaban. Pero no tuvo la fuerza de realizar en su vida ese maximalismo. El amor, para él, se transformó en una ley desprovista de gracia, en un manantial de acusaciones. Había en Tolstoi un espíritu crítico muy justo; él desenmascaró muchos pecados, describió el carácter no cristiano de la sociedad y déla cultura. Pero no percibió el cristianismo que s,e oculta más allá de los pecados, de las imperfecciones y de las deformaciones de los cristianos. El orgullo de su razón le impidió recibir interiormente a Cristo. Era un hombre genial y su anhelo de buscar la verdad divina era sincero; pero un gran número de hombres que no tienen ni su genio ni su sed de Verdad atacan igualmente al cristianismo y a los cristianos sin tratar de realizar en su existencia ninguna perfección, sin que el problema del sentido y de la justificación de la vida les haga sufrir lo más mínimo.