Nicolas Berdiaeff — DIGNIDAD DEL CRISTIANISMO — INDIGNIDAD DE LOS CRISTIANOS
IV
La plenitud de la luz es accesible a una minoría solamente. La naturaleza humana la acoge con dificultad y de ahí la intolerancia, el fanatismo, la crueldad que manifestaron a menudo los cristianos en la historia. El hombre se asimila una parte de la verdad y se contenta con eso; posee la capacidad de deformarlo todo y transforma hasta la verdad más absoluta en instrumento de sus pasiones. Los apóstoles, que se hallaban cerca del Maestro divino, iluminados por la luz que emanaba de su persona, deformaban también el cristianismo; comprendían parcialmente, demasiado humanamente, la verdad de Cristo, adaptándola a sus ideas israelitas limitadas.
Cuando se ataca al cristianismo de la Edad Media, cuando se le reprocha a la fe cristiana las hogueras de la Inquisición, el fanatismo, la intolerancia, la crueldad, se plantea el problema de manera imperfecta. La ofensiva contra el cristianismo medioeval partiendo de la comprobación de hechos indiscutibles, pero a veces exagerados, no >es una ofensiva contra el cristianismo sino contra los hombres, contra los cristianos. Los hombres, en definitiva, se atacan a sí mismos. El principio teocrático era consiguiente al catolicismo de la Edad Media, principio en virtud del cual la Iglesia era considerada en exceso como un Estado. Se concedía a los papas un poder sobre el mundo. No es la Iglesia Cristiana la responsable de la crueldad, de la intolerancia medioeval, sino la naturaleza bárbara del hombre. El mundo, en esa época, estaba inclinado a la anarquía, saturado de instintos crueles y sanguinarios. La Iglesia trataba de organizarlo, se esforzaba por dulcificarlo, por cristianizarlo. Pero no lo consiguió siempre porque la resistencia de la naturaleza humana no esclarecida era demasiado fuerte. El mundo de la Edad Media se consideraba formalmente cristiano, pero era, por esencia, semi-cristiano y semi-pagano. La misma jerarquía eclesiástica, en su conjunto, era pecadora e introducía en la vida de la Iglesia sus pasiones humanas; era ambiciosa y deformaba a menudo la verdad de Cristo. No obstante, el elemento divino en la Iglesia permanecía intacto y continuaba iluminando a los hombres. La voz evangélica de Cristo seguía resonando en su prístina pureza. Sin la Iglesia, sin el cristianismo, el mundo medioeval, cruel y sanguinario, se hubiera ahogado en sangre; la cultura espiritual se hubiera perdido definitivamente. Porque la antigua cultura greco-romana, en lo que había alcanzado de más elevado, la conservó la Iglesia y ella la transmitió al mundo moderno. Los únicos sabios, filósofos, intelectuales, de la Edad Media, eran monjes. Si se pudo formar el tipo del caballero, en el que se dulcificaron y se ennoblecieron la crueldad y la rudeza, fué gracias al cristianismo.
La Iglesia ortodoxa no conoció la Inquisición, no conoció semejantes violencias en cuestiones de fe y de conciencia; el fanatismo era ajeno a ella. Su pecado histórico se debía a su excesiva sumisión al poder del Estado. Las deformaciones y los pecados humanos existían en la Iglesia Católica y en la Iglesia Ortodoxa, pero los errores del cristianismo en el mundo fueron siempre errores de los cristianos; provenían de su debilidad humana. Si no vivís según la verdad, si la deformamáis, no es la verdad la que hay que vituperar, sois vosotros.
Los hombres exigen libertad, no quieren que se les obligue al bien. Pero acusan a Dios de las consecuencias de la libertad ilimitada que les da.
¿Quién es pues el responsable de que la vida humana esté saturada de mal? ¿Es el cristianismo, es Cristo?
Cristo no ha enseñado nunca lo que se critica, lo que se condena en el cristianismo; si los hombres hubieran seguido sus preceptos, no habría habido razón para sublevarse en el mundo contra la religión cristiana.
Hay en las obras de Wells un diálogo entre los hombres y Dios: los hombres se quejan a Dios de que la vida está llena de males y de sufrimientos, de guerras, de excesos, etc.; se quejan de que la vida se hace intolerable, y Dios les responde a los hombres: “Si eso no os agrada, no lo hagáis”.
Este diálogo, notable por su sencillez, es muy instructivo. El cristianismo tropieza en el mundo con la resistencia inaudita de las fuerzas del mal; obra en medio de un elemento tenebroso. No sólo el mal humano, sino el mal sobre humano, le resiste. Las fuerzas del infierno se alzan contra Cristo y contra su Iglesia. Esas fuerzas obran no solamente fuera de la Iglesia y del cristianismo, sino en ellos, para corromper la una y desnaturalizar el otro. La abominación que causa la desolación reina en el lugar santo, pero no es menos santo por eso; aún irradia con más esplendor. Si los hombres tuvieran visión espiritual, observarían sin ningún género de duda que desnaturalizando el cristianismo, que maldiciéndolo por el mal de que no es responsable, crucifican a Cristo. Cristo derrama eternamente su sangre por los pecados del mundo, por los pecados de los que reniegan de El y lo crucifican.
No es posible juzgar la Verdad por los hombres y sobre todo por los malos entre ellos. Hay que mirarla de frente y ver la luz que de ella emana. Hay que juzgar la fe cristiana por sus apóstoles y sus mártires, por sus héroes y sus santos y no por la masa de semi-cristianos y semi-paganos que se empeñan en deformar su imagen en el mundo.
Dos grandes pruebas fueron enviadas a la humanidad cristiana. La prueba de la persecución y la prueba del triunfo. Los cristianos resistieron la primera, y fueron mártires y héroes. Triunfaron en esa prueba al principio del cristianismo sufriendo la persecución del imperio romano; triunfan de ella en nuestros días en Rusia, oprimidos por la persecución comunista. Pero es más difícil sostener la prueba del triunfo. Cuando el emperador Constantino se inclinó ante la Cruz y el cristianismo vino a ser la religión oficial del imperio, entonces empezó toda una larga prueba de triunfo. Y los cristianos la soportaron menos bien que la de la persecución. A veces se convirtieron ellos mismos de perseguidos en perseguidores, se dejaron tentar por los reinos de este mundo, por su dominación. Entonces es cuando introdujeron en el cristianismo las deformaciones que fueron manantial de acusaciones contra él. Pero la fe cristiana no es responsable de que los hombres no comprendieran la alegría de su triunfo en el mundo. Cristo fué crucificado una vez más por aquellos que se consideraban sus servidores en la tierra, pero ignoraban de qué espíritu estaban animados.