Berdiaeff Cristianismo e Atividade IV

Nicolas Berdiaeff — Cristianismo e Atividade Humana

IV

En definitiva, no es el cristianismo, tomado en su pureza, el que repudia la actividad humana, sino el comunismo materialista, el marxismo, cuyo concepto del mundo rebaja al hombre a la categoría úe objeto. Empero como sólo el sujeto es activo, si el hombre es tan sólo el objeto de la reacción de la sociedad, el vehículo de las influencias y de las exigencias sociales, no puede reivindicarse de ningún modo para él la actividad. En todo caso es difícil concebir en qué consistiría ese elemento activo, es decir, interior, que no pueda ser deducido del exterior, es decir, de la sociedad. La actividad humana afirmada por el materialismo social no es pues otra cosa que la actividad de un autómata perfeccionado. El hombre se transforma en una máquina que funciona automáticamente y de una manera continua, que accionan los órganos de la sociedad. Se le despoja de su substrato interior, de su libre principio espiritual, es decir, precisamente de lo que hace de él un hombre. Por sí mismo, de sí mismo, no puede intentar nada y no se atreve a nada; no puede y no debe obrar más que bajo el impulso de la sociedad, de la colectividad, del comité central del partido. De modo que la imputación que se hace al cristianismo por la literatura antireligiosa, de que aliena la actividad humana, nos parece irrisoria, puesto que lo que exalta el concepto soviético no es el hombre, sino la máquina social perfeccionada.

El hombre está llamado indiscutiblemente a la actividad, a la acción; no puede ser únicamente contemplativo. Pero no hay que deducir de eso que todo activismo sea necesariamente bueno; los hay falsos e insensatos, y sobre todo el que envilece cada instante de la vida hasta ¡el punto de convertirlo en medio del instante subsiguiente, que no da al hombre la posibilidad de cambiar de idea, que no le deja descanso alguno y que, obrando así, lo destruye, aniquila su vida interior, le destruye hasta el alma. El hombre pertenece a la vez al tiempo .v a la eternidad, y es de ésta, es decir, de la fuente espiritual, de la que obtiene las fuerzas que necesita su actividad en el tiempo. No es él la función de la actividad, como lo entiende el pseudo-aetivis-mo destruyendo la eternidad, sino que al contrario es la actividad la que es su función. Es por lo tanto vano invocar la actividad del hombre cuando éste, en su naturaleza interna y en su valor indefectible, queda reducido a un simple instrumento de la actividad social, a una de las numerosas máquinas perfeccionadas. Porque aquí no son los medios los que -se someten al fin, sino el fin el que queda, sometido a los medios. Por lo cual, los que insisten en la maquinización y en la tecnicización definitivas de la vida no pueden reivindicar la actividad humana. El hombre es activo solamente en tanto que sea un ser espiritual, y no es un ser espiritual sino cuando pertenece a la eternidad, es decir, cuando posee un principio independiente del tiempo. Ahora bien, esa no es la doctrina del marxismo, del materialismo; esa es más bien la doctrina del cristianismo.

Un pensador, notable cristiano de fines del siglo XIX, N. Feodoroff, autor de “La Filosofía de la Obra Común”, afirmaba la prodigiosa actividad del hombre, al cual creía destinado a subyugar las fuerzas cósmicas de la naturaleza, a dominar los espacios universales, a vencer la muerte. Las acti-tividades que asignaba al hombre eran infinitamente más grandiosas que las de los marxistas-leninis-tas,cque se han reconciliado pasivamente con el triunfo de la muerte, es decir, con el peor de los males. Si Feodoroff, cuya “Filosofía de la Obra Común” presenta una analogía formal con el marxismo leninista por su oposición del espíritu y del resultado final, podía preconizar la actividad del hombre, es porque él creía en el hombre. Y esa fe la había recibido del cristianismo; no de un cristianismo exterior y depravado, sino de un cristianismo puro e interno.

Si Feodoroff hubiera sido materialista, esa fe en la actividad humana hubiera sido una inepcia. El cristianismo, purificado y regenerado, debe desarrollar y justificar más y más esa actividad. Y a eso se consagró Feodoroff. Los marxistas-leninis-tas oponen a la pasividad y a la pereza del cristianismo antiguo la actividad inutisada de su reorganización de la vida, de la industrialización, del plan quinquenal. Y es imposible negar la actividad de la juventud soviética, su sed de acción. Lenin dijo un día que su tarea principal consistía en triunfar de Oblomoff. (NOTA: Héroe de la célebre novela de Gontcharoff, prototipo del hombre inerte y perezoso.) Y uno ele los resultados más positivos de la revolución será probablemente la desaparición del tipo de Oblomoff, la victoria sobre la apatía secular rusa. Pero es dudoso que esa inactividad, a la que se hace alusión aquí, se pueda poner a la cuenta del cristianismo. Oblomoff era sin duda ninguna un mal cristiano. Y no chocamos aquí con el cristianismo, sino con una propiedad del carácter ruso iniciada por la nobleza en la época de Pedro el Grande y alimentada por el vasallaje. Los constructores del Imperio ruso, cualquiera que sea nuestra actitud a su respecto, no han sido nunca de los “Oblomoff”.

Pero es indispensable profundizar el carácter de la actividad que ofrece la juventud soviética. Lo que nos sorprende en primer lugar es que se reconozca un solo modo de actividad: el de la economía técnica, cuyos valores son los únicos que se admiten y a los cuales tiene que someterse todo el proceso de la vida. La actividad se resume, en realidad, en la industrialización del país conforme al plan quinquenal, que coincide con el constructivismo socialista, eso es todo. Se reduce a la mecanización, a la tecnicización de la vida. Todas las otras formas de creación y a más sus formas superiores, o son desconocidas o reprimidas y sometidas a los fines económicos y técnicos. Pero semejantes resultados de la actividad tienen una acción inversa sobre el sujeto más activo — sobre el hombre — que por ese hecho se transforma él mismo en máquina.

Aun en filosofía tiene que ejecutar el joven soviético- las prescripciones del partido comunista y justificar en el terreno del pensamiento y según el plan quinquenal, el constructivismo socialista. Y lo mismo es con el arte, con la literatura. En todo reina el orden impuesto y se ejecuta el mandato oficial; y eso, en detrimento del pensamiento y de la creación del hombre, que se convierte ¡en instrumento de la colectividad. La actividad exterior está ligada a la pasividad interior, a la sumisión servil de la voluntad y del pensamiento. No solamente no debe ser activo el espíritu humano, no debe tener iniciativa creadora, sino que debe quedar reduicdo al estado de completa pasividad y de extinción. Entonces solamente aparecerá la actividad exterior máxima. Esa es la racionalización de la existencia humana, la de toda la vida.

Sin duda que esa vida es el resultado de una actividad inusitada, pero es la actividad del autómata y de la máquina. Empero la actividad que reconoce el cristianismo es, ante todo, la del espíritu humano, a la que, al contrario, debe someterse la máquina.

Cuando los comunistas rusos y aun los burgueses capitalista de Europa y América hablan de la actividad, consideran como admitido que sólo merece esa denominación la que se deriva de la técnica y de la economía. La ciencia y el arte no se reconocen como tal actividad si no están sometidos al constructivismo técnico y económico. Si habéis levantado una fábrica o construido un aeroplano, si habéis organizado un “kolhoze”, sois activos, habéis realizado efectivamente algo tangible. Ese es el pensamiento propio de la época técnica, en la cual los fines de la existencia se eclipsan y el hombre se encuentra absorbido por los medios de la vida. Pero, ¿por qué razón no han de constituir una actividad la modificación de las relaciones de hombre a hombre, su humanización y su ennoblecimiento? ¡Por qué la actividad espiritual, que transforma al hombre mismo e ilumina su naturaleza no habría de constituir la realización de una vida nueva y mejor? La razón es muy sencilla: la “realización” y la “actividad” son atribuidas ahora a los medios y a los instrumentos de la vida, y no a su sentido y a sus fines.

Existe en este momento en la Rusia soviética una idolatría de la técnica, una actitud supersticiosa hacia la máquina. Este estado de cosas no era posible más que en un país técnicamente atrasado en que para el pueblo, aún muy ignorante, todo en ese terreno parece nuevo y prodigioso. La consigna de Lenin de la “electrificación de toda la Rusia” parecía eminentemente audaz, temeraria, “revolucionaria”. Pero en realidad no hay nada más banal, más prosaico, y ¡ese lema no presenta interés ninguno para los países de vanguardia cuya técnica se halla fuertemente desarrollada. Los prodigios de la técncia deben en efecto parecer al pueblo ruso como milagros, en sentido propio, no en sentido figurado; tienen que provocar una actitud casi religiosa a su respecto. La técnica produce la impresión dé una magia; por lo demás, de ella ha provenido, y se asigna la misma misión: la conquista de la naturaleza. Ridiculizar el milagro es uno de los temas favoritos de la propaganda antireligiosa. La espera del milagro, la fe en él, se confunde con la negación de la actividad, la pasividad, la humillación del hombre. Los milagros de la técnica, según dicen, están llamados a vencer a los milagros de la religión.

Pero en realidad no se puede concebir el milagro desde el punto de vista religioso como si se cumpliera por encima del hombre quedando éste absolutamente pasivo. Esa sería una actitud naturalista con respecto a él. El milagro se efectúa con la cooperación activa del hombre; se realiza tan sólo para los que son dignos de él, para los que en cierto modo lo han merecido por su actividad espiritual. El milagro no es una abrogación y una negación de las leyes de la naturaleza, pero si obra desde luego en las fuerzas naturales y a través de ellas, es al mismo tiempo la manifestación de fuerzas nuevas espirituales, que rebasan su ciclo. La negación del milagro está basada sobre el postulado del aislamiento y de la finitud de la naturaleza concebida como un sistema de fuerzas que actúan en un círculo herméticamente cerrado. Pero ese es un postulado eminentemente dogmático. En realidad, el sistema de la naturaleza desarrollado en nuestra experiencia sensible, está inserto en la infinitud y pueden en él hacer irrupción nuevas fuerzas, que por el hecho mismo, modifiquen los resultados de su acción recíproca con las fuerzas existentes. El milagro es un concepto relativo y no puede expresar más que la entrada activa, dentro del sistema de fuerzas actuantes, de una fuerza ¡espiritual todavía mayor. Lo que se denomina “curación milagrosa” es tan sólo la manifestación de una fuerza espiritual que triunfa de las fuerzas naturales destructivas. Por consiguiente, el milagro es activo e implica la actividad de fuerzas espirituales en el hombre. Es absurdo oponerlo a la técnica, puesto que cada uno pertence a orden diferente. El milagro es una. manifestación de fuerzas espirituales en la cual el sentido debe vencer al contra sentido de los procesos naturales; mientras que la técnica no manifiesta fuerzas nuevas y no es más que una combinación de las que ¡existen, sometida a los fines prácticos del hombre.

Hay que reconocer sin embargo que existe una parte de verdad en lo que Marx y los marxistas dicen sobre la religión y sobre el cristianismo. Y no hay que tenerle miedo. En la vida religiosa de las sociedades se introdujeron demasiada codicia y damasiadas mentiras. Demasiado a menudo la religión justificó la opresión del hombre por el hombre. Pero está verdad se refiere enteramente al aspecto exterior, social, de la religión, que los marxistas consideran como la única realidad. En suma, éstos no perciben nunca la “religión”; ellos no ven más que la “política” que siempre la ha deformado. Todo lo que es profundo, interno y espiritual escapa a su vista; la vida, para ellos, sube a la superficie y no perciben más que la parte superficial de las cosas. Las tentativas hechas para encontrar, desde ¡el punto de vista del materialismo histórico, una justificación de la explotación y de la opresión de la clase en el mismo Evangelio, en la imagen de Cristo, “producen una impresión lamentable ; pero en suma son relativamente poco frecuentes. En general se prefiere limitarse a los abusos humanos y a las deformaciones de la verdad cristiana en la historia, que presentan un terreno infinitamente más fértil. Es innegable que la vida cristiana de las sociedades refleja las relaciones de dominación y de sujeción, la opresión social; que expresa la servidumbre del hombre. Pero la revelación y la verdad cristianas no tienen nada que ver con ese estado de cosas; tienen un origen espiritual y revelan una irrupción del espíritu en nuestro mundo natural y social.

La negación de la actividad humana por la conciencia cristiana era tan sólo la expresión del abatimiento del pecado en el hombre, de su esclavitud y de su espanto. Pero la esencia del cristianismo consiste precisamente en libertar al hombre de esos estados, en desembarazar por ello mismo su actividad creadora, en restablecer su dignidad perdida. Como ya lo hemos indicado, la actividad humana tiene un origen interno y espiritual y no externo y social. El hombre mismo está llamado a obrar en un medio social, pero no puede manifestar actividad y dominar ese medio y sus diversas relaciones, no puede someterlos a los fines del espíritu sino cuando realiza por su actividad, no los mandatos de ese medio, sin los de una fuerza infinitamente más profunda por ser interior y espiritual.

Para poder obrar, el hombre debe ante todo establecer para sí mismo qué es lo que representa el valor supremo, el fin y el sentido de la vida. Y no puede obtener esa apreciación en el mundo natural y social que le rodea porque es él el que debe comunicar a ese mundo su valor, su fin y su sentido. El cristianismo nos enseña cuál es su manantial supremo y eterno. El cristianismo eleva al hombre, por eso mismo, por encima del medio ambiente, por encima de su esclavitud, dándole la posibilidad de modificar, de mejorar, de transfigurar ese medio, de someterlo a su espíritu, de realizar en sí el valor último. Pero lo que le debemos ante todo, es el darle un sentido y un valor a la existencia personal del hombre, lo que ninguna de las doctrinas sociales existentes ha hecho hasta el día de hoy.