REVELAÇÃO)) DE1». Por una parte, se trata de carne y no de cuerpo y, si la diferencia entre carne y cuerpo nos ha parecido esencial desde un comienzo, es la carne y no el cuerpo el que debe servir de hilo conductor en la intelección de la2». Sólo del cuerpo se podría revestir la forma o el aspecto, mientras que, en lo que atañe a la carne o, para hablar de manera más rigurosa, a la venida a ella que es la encarnación — toda encarnación —, sólo le convendría «hacerse» en el sentido joánico de «((hacerse carne». Pues no se trata de «forma», «aspecto», «apariencia», sino de realidad. Es en sí mismo, en su esencia y realidad de Verbo, en calidad de Verbo, como el Verbo se hace carne.
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El Verbo de Dios — según la teología, pero quizás también a ojos de una reflexión filosófica lo suficientemente perspicaz — no es otra cosa sino la revelación de Dios o, para decirlo con todo rigor, su auto-revelación. En ese caso, la esencia del Verbo no sería algo tan opuesto a la carne apercibida ella misma y en ella, como revelación: por el contrario, las uniría una afinidad, la medida en que las habitase a las dos un mismo poder, hacer manifiesto. La afirmación crucial enunciada en la palabra de Juan sería menos paradójica de lo que parece. La obra del Verbo, la de cumplir la revelación de Dios, proseguiría en cierto modo en el interior de la carne, en lugar de chocar con ella como si se tratase de un término opaco y extraño.
Al reflexionar sobre esta última pregunta, vemos que es susceptible de recibir dos significaciones diferentes. O bien el Verbo se ha hecho carne para revelarse a los hombres, en cuyo caso la revelación es obra de la carne y es a ella a la que se la confía. O bien la revelación de Dios en su Verbo es el hecho del Verbo mismo. ¿Qué necesidad tiene este Verbo de pedirle a la carne un poder que le pertenece como propio, una revelación que ya ha cumplido en y por él mismo?
Resta una tercera hipótesis. La carne debería ser su revelación, la del Verbo, la del Verbo que ella lleva consigo. Y ello porque, al tomar carne en ella, sería él el que, en ella, cumpliría la obra de una revelación que es la suya y a la que la carne debería ella misma su poder de revelación.
La primera hipótesis aflora más de una vez en los Padres. Ya se trate de Tertuliano, de Atanasio, de Orígenes, o incluso — en raras ocasiones, cierto es — de Ireneo, la venida del Verbo a una carne humana es interpretada como el modo en que se muestra a los hombres el Verbo invisible de Dios, haciéndose ver por ellos bajo la forma de un cuerpo objetivo como el suyo. El devenir visible del Verbo en un cuerpo visible sería el principio de su revelación. En breve se indicará la extraña construcción a la que llegará Atanasio por mor de semejante concepción, y como éste se esforzará por fundar la intuición del Verbo invisible sobre la aparición exterior de su cuerpo y sus maniobras.
Sin embargo, ¿cómo no señalar que esta tesis del devenir visible del Verbo en el cuerpo visible que ha revestido y asumido — tesis que cae por su propio peso y que define, se cree, la del cristianismo — se enfrenta a dos dificultades máximas? La primera consiste en que, si el Verbo de Dios ha revestido un cuerpo con la misma apariencia que el de los hombres para mostrarse a ellos, en tal caso lo que se desvelaría ante ellos con esta apariencia no sería más que un cuerpo, semejante al suyo, en efecto, pero del que nada permitiría saber que es el del Verbo y no, precisamente, el cuerpo de un hombre normal. Si el Verbo viniese entre los hombres bajo el aspecto de tal cuerpo, su periplo por la tierra se desarrollaría en una incógnita insalvable. Desde el punto de vista teológico, la dificultad se formula de otra forma, pero conduce a la misma aporía planteada al comienzo de nuestra marcha, la de una salvación consistente en la unión con un cuerpo mortal. ¿En qué medida esta unión con un cuerpo perecedero podría encerrar una promesa de inmortalidad? ¿Cómo podría la resurrección del cuerpo provenir de una unión de este género, análoga en suma a la que se establece entre dos cuerpos humanos, a la fusión amorosa del hombre y la mujer, por ejemplo? Atanasio se esforzará por superar esta banalización de Cristo venido bajo el aspecto de un hombre cualquiera, al servirse de ella como un contrapunto destinado a subrayar, por contraste, el carácter extraordinario de sus hechos y gestos. Cuanto más modesto, humilde, anónimo aparezca el hombre Jesús, más será su apariencia, en efecto, la de un ser humano sin distinción social u honorífica de ninguna clase, extraño a toda «gloria humana», y más sus palabras, que jamás ha pronunciado hombre alguno, y sus actos, que jamás han sido llevados a cabo por hombre alguno, mostrarán con evidencia que no es un hombre como los otros, sino el Mesías enviado por Dios para salvarlos a todos.
La segunda dificultad, más radical todavía, surge de la palabra misma de Juan. Pues Juan no dice que el Verbo haya tomado un cuerpp, que haya revestido su aspecto. Dice que «se ha hecho carne ↩
Encarnación en sentido cristiano — pero también, sin duda, de todo ser encarnado —. Por otra parte, Juan tampoco dice que el Verbo ha revestido el «aspecto» de esta carne sino, precisamente, que «se ha hecho carne ↩