Prefácio dos Relatos de um Peregrino

«Cuando un peregrino venga a visitaros, prosternaos ante él. No ante el hombre, sino ante Dios.» Si esto es así, y lo es de autoridad de quien lo pronunció1, lo es, yo diría, de modo eminente por lo que se refiere al protagonista, a la vez que relator, de la obra que nos ocupa.

Por la puerta que abramos para acoger a este peregrino solitario, va a penetrar de algún modo la presencia de Dios; viva presencia que va a iluminar nuestra alma en la medida de nuestras necesidades y de nuestros anhelos.

Exhortación magnífica y poderosa a la vida espiritual, a la vez que guía, estímulo y consuelo en ella, este «pequeño clásico» de la espiritualidad, pequeño por su sencillez y humildad y «clásico» por su extraordinaria difusión y acogida, es obra, sin duda, de un experto guía de almas, capaz de ordenar en una secuencia gradual, no según una ordenación lógica o, para el caso, teológica, sino específicamente espiritual una serie de relatos que, a primera vista, pueden parecer desprovistos de una hilación e intención determinadas.

El camino que recorremos con el peregrino es tanto un itinerario espiritual en su anécdota concreta, configurada por la sucesión de sucesos exteriores, como también, y fundamentalmente, por la enseñanza específica contenida en cada uno de ellos, que nos adentra progresivamente en la vía espiritual, tal como es concebida por la tradición hesicasta en particular.

Se nos describen todas las etapas de la vía, desde la inicial inquietud del alma que despierta a la llamada de lo alto, hasta la llegada a la hesychia, el «santo silencio», pasando por las fases de purificación (katharsis) e iluminación (photismos) previas de aquélla.

Este «testamento» del hesicasmo, como yo gustaría de calificar esta obra, constituye un testimonio inapreciable de éste, «la rama más directa y más intacta de la iniciación crística… que de los Padres del desierto hasta el peregrino ruso representa indiscutiblemente el patrimonio más inalterado de la espiritualidad cristiana primitiva, es decir, propiamente crística, y su expresión más pura y profunda»2, a la que no será seguramente aventurado suponer extinguida ya prácticamente, por lo menos por lo que se refiere a su manifestación visible.

Los dos pilares de la vía, la doctrina (theoria) y el método (praktike), son reiteradamente expuestos y comentados desde diversos ángulos. La primera, recogida en la Filocalia, «tesoro de la sabiduría espiritual», como la califica su editor, Nicodemo el Hagiorita; y el segundo, sintetizado en la «oración de Jesús», invocación del Nombre divino, acto que constituye el «recuerdo» de Dios por excelencia, satisfaciendo así al mandamiento que los engloba a todos, según afirma, entre otros, Gregorio el Sinaíta, figura central en el desarrollo histórico del hesicasmo: «Por encima de los mandamientos hay el mandamiento que los contiene a todos: el recuerdo de Dios: Acuérdate del Señor tu Dios en todo momento (Dt., VIII, 18). Es en razón de éste por lo que los demás han sido violados, es por él por lo que se guardan. El olvido, en el origen, destruyó el recuerdo de Dios, oscureció los mandamientos y descubrió la desnudez al hombre»3.

La obra no ha de defraudar, pues, al buscador dispuesto a llegar hasta el fondo, hasta la raíz de nuestra situación actual de olvido de Dios (v. mneme Theou y a repararla en la medida de sus posibilidades y de los designios de la Providencia, habida cuenta del carácter total de una vía que, como la hesicasta, tiene por meta la unión del alma con Dios, en total identificación esencial. Pero la obra puede ser abordada desde una perspectiva menos radical, pues ofrece igualmente, y yo diría necesariamente, elementos que pueden quedar circunscritos a la sola esfera moral, ofreciendo un mosaico de virtudes ejemplares que pueden mover al alma piadosa a imitarlas y dar a la tibia estímulo suficiente al fervor.

Y asimismo, en otro orden paralelo de cosas, la obra constituye, a nivel histórico, una pincelada que nos traza el perfil espiritual de la Santa Rusia en los años inmediatamente anteriores al zarpazo implacable de la Bestia, que la iba a convertir en la Siniestra Rusia.

No vamos a extender estas consideraciones generales sobre la obra. Es de por sí lo bastante explícita como para no necesitar apenas presentación. De cualquier modo, por lo que se refiere al aparato erudito, la introducción y las notas de la primera parte proveen suficiente material, y por lo que hace referencia a su valoración espiritual, el prólogo a la segunda hablará mejor que estas líneas.

Para esta edición, completa por incluir en su segunda parte tres relatos, inéditos en castellano, que aparecieron posteriormente pero que son indisociables de los primeros, se ha partido, para su primera parte, de la traducción francesa de Jean Gauvain (seudónimo de Jean Laloy), la más difundida de las versiones occidentales, de la que se han respetado la introducción y las notas salvo pequeñas alteraciones que se han estimado oportunas; y, para la segunda, de la traducción inglesa de R. M. French, que ofrece, por lo general, mayores visos de rigor y exactitud que la francesa de la Abadía de Bellefontaine, a la que, no obstante, se ha tenido igualmente presente. Para esta segunda parte, hemos contado asimismo con la colaboración de M. Charles Krafft, gran conocedor de la materia, quien ha tenido la gentileza de escribir un prólogo especialmente para esta edición española.


  1. El Abad APOLOS. Cfr. Apophtegmata Patrum (citado por Paul Evdokimov, Les âges de la vie spirituelle, París, 1964, p. 230)  

  2. Frithjof Schuon, De l’Unité transcendante des Religions, cap. IX, «De l’initiation christique», París, 1968, pp. 155 y 161 

  3. Jean GOUILLARD, Petite Philocalie de la prière du coeur, «Livre de Vie», número 83-84, París, 1968, p. 177