Erígena. Metafísica da época carolíngia
1. El tránsito del realismo al hiperrealismo
Erígena, representante del naturalismo, desarrolla su doctrina en dos etapas. Primeramente en su obra primeriza De praedestinatione, que entraña un alto interés metódico para la metafísica, por la razón de que nos permite reconocer con la máxima exactitud el paso dialéctico del realismo creador de San Agustín al naturalismo organológico. Erígena estudió los escritos juveniles de Agustín de una manera tan profunda y unilateralmente intelectualista como Gottschalk, llevado del “affectus” religioso, estudió los escritos de los últimos años del Obispo de Hipona. En la espiritualidad, tan antigua todavía, del joven Agustín descubre Erígena el parentesco con su propia vitalidad pagana. Naturalmente no se le ocultó que una concordancia entre las pretensiones de Agustín, contradictorias entre sí, y la Biblia misma, sólo era factible mediante una distinción dialéctica del uso del idioma a favor de una concepción unitaria. Como Maestro en las artes liberales, desarrolló este método en el asunto de las cuatro antinomias, a saber: la predestinación y presciencia de Dios, la libertad y necesidad en Dios, la libertad divina y humana y el mundo eterno y creado; después lo expuso al principio de su obra capital en forma magistral y ponderada. No es otra cosa que el método escolástico en ampliación metafísico-gnoseológica, con lo que, después de tomar partido existencialmente por lo empírico o metafísico, se designa a uno u otro como inexistente.
M. Grabmann no reconoció en su Historia del método escolástico esta forma existencial; y así, atribuye a Abelardo o Bernardo de Constanza, respectivamente, la gloria de haber descubierto su forma meramente accidental, cuando el simple hecho de haber sido Hinkmar de Reims el primero en emplearlo hubiera debido bastar para pensar en su correligionario Erígena. En su forma metafísico-gnoseológica no se le volvió a utilizar hasta Hegel. Así, permaneció ignorado desde 853 hasta 1861, desde Prudencio hasta Huber, y la sistemática del Maestro de las contradicciones fue desconocida y mal interpretada.
El realismo creador del Dios inconmutable y de su visión creadora hay que concebirlos, según Erígena y Gottschalk, como la causa irresistiblemente necesaria y única del mundo. Esté es el fatal parentesco entre el sobrenaturalismo y el pre-destinacionismo; esto conduce a malentender la visión creadora como necesaria, y desde aquí se llega a Bradvardino y Wickleff, Calvino y Jansenio. Aquí se parte siempre de San Agustín; sólo que ya no desde el punto de vista teocéntrico de la conmutabilidad del mundo, para buscar y encontrar lo Inconmutable. Para Erígena, el Dios inconmutable es ya doctrina hecha; y así, no queda ya nada real conmutable en su actividad. Como por añadidura falta la clara distinción entre visión creadora y volición creadora, entre presciencia y predestinación, más aún, tal distinción se elimina expresamente como modo de hablar impropio, resulta que las acciones de Dios referidas al mundo coinciden también con su simple ser. Cierto que donde hay voluntad debe haber también libertad y no necesidad. Pero como todo lo que procede de la voluntad de Dios se considera, en razón de esta eterna e inconmutable causa, como necesario, de ahí la validez de la siguiente proposición: omnium naturarum necessitas est dei voluntas. Lo absoluto es visto, pues, desde la naturaleza, la cual ciertamente carece en sí de especies, formas y números inmanentes, pero debe tener para todas sus formas como fundamento la prima universitatis essentia. De este modo surge la permutabilidad de Dios con el mundo, el panteísmo como pancosmis-mo. La voluntad de Dios es la ipsa necessitas y la necessitas ipsa es la voluntad de Dios; Dios es su propia necesidad (II, 6).
Pero como también la bondad y el amor pertenecen a la esencia divina, Dios no puede haber visto, querido, predestinado ni creado nada que no sea bueno, como el pecado, el mal, la muerte, el sufrimiento. Estas cosas son, pues, metafí-sicamente nada. No hay doble predestinación al castigo. El mundo entero es como existente necesariamente bueno. El optimismo metafísico del mundo, que rebrota aquí con todo vigor, tiene sus raíces espirituales en el realismo creador de Dios, en cuanto éste como un realismo conceptual, en contraposición a las hipóstasis conceptuales de Platón, considera solamente la realidad de lo contemplado por lo absoluto. Esta debe ser la metafísica consecuente de los bone videntes, de los que miran las cosas como son. En realidad, palpita y alienta aquí ya la vitalidad del primitivo estado de ocultamiento del individuo en la gens, en el tronco eterno de la comunidad de sangre (III). Pero ¿de dónde puede, entonces, proceder el mal? Allí estaban, al alcance de la mano, las respuestas de Agustín. El mal no es nada real, no tiene ninguna causa, no puede propiamente conocerse, y solamente estriba en la libido perversae voluntatis, en la voluntad orientada hacia lo sensible; y de esta voluntad, por tanto, dependen los castigos eternos. Y así, hay que reconocer verdaderamente en el mundo necesario la libertad de la voluntad.
Con una agudeza admirable para su tiempo Erígena reconoce el doble yerro del predestinacionismo de Gottschalk. Mientras el pelagianismo suprime la cooperación sobrenatural de Dios y la doctrina de la sola gratia elimina la libre cooperación humana, el predestinacionismo desatiende tanto la libertad como la verdadera gracia (IV). Ahora bien, Erígena sólo evita el escollo de la anulación del libre arbitrio en un mundo necesario, porque acoge la libre voluntad en la naturaleza del hombre, porque atribuye el libre arbitrio a la esencia del hombre y, reiterando el personalismo antropológico del joven Agustín, hace consistir el ser del hombre en la trinidad ¿ de ser, voluntad y conocimiento. En el viviente racional, en la rationalis vita, voluntad y conocimiento no están realmente separados; la naturaleza del hombre consiste en la rationalis voluntas. El hombre no es voluntad en cuanto voluntad a secas, sino en cuanto voluntad racional. Pero donde hay razón, hay necesariamente libertad. La razón es sustancialmente libre y, por ello, mutahilis en virtud de la propia espontaneidad de su voluntad. La voluntad se reconoce claramente como causa segunda, como la causalidad implantada en nuestra naturaleza por la que nosotros mismos podemos movernos libre, voluntaria y racionalmente, de tal suerte que el libre, el impulso voluntario y la dirección espiritual forman la trinidad del liberum arbitrium (VIII). Las inconsonancias que aquí se ocultan sólo más tarde pudo Erígena eliminarlas. Provisionalmente, la libertad, el no-ser y la incognoscibilidad del pecado y de su castigo por Dios le sirven, sobre todo, para demostrar que la predestinación en general no puede considerarse como quasi proprium, como auténtico atributo divino. Nosotros no hacemos más que, según nuestras propias perfecciones, referir a Dios ser, esencia, verdad, fuerza, ciencia y determinación. Pero en Dios, como eterno que es, no hay presciencia ni predeterminación; en su crear, todo es uno de una vez. Tales propiedades se predican de él sólo e contrario, como lucus a non lucendo; pero en realidad se alude solamente a la disposición consciente de sus obras. Sobre todo, castigo y pecado no están predestinados; se reconocen solamente como la carencia de la forma, igual que el dolor se conoce como falta de salud. Son los mismos pecadores los que se predestinan a sí mismos su castigo, pues su libertad no puede rebasar los límites de la naturaleza. En cuanto individuos permanecen en la generdis substantia del género humano. En suma, no pueden perder la libertad de su naturaleza, sino sólo la fuerza de vivir conforme al recto conocimiento. No son, pues, nunca desgraciados u odiosos por naturaleza, sino sólo por voluntad. El status pulchritudinis del mundo entero no queda desbaratado por el infierno en cuanto libido interior insatisfecha, de la misma manera que en un palacio real solamente el revoltoso experimenta ansiosa zozobra y es presa de su propio tormento. Los malos viven, igual que los Zoa pyrigona de Aristóteles, como tropa salvaje en el aire húmedo, nebuloso y tormentoso del paisaje nórdico (XVII).