Antonio Orbe
Parábolas Evangélicas em São Irineu
«Dice (el Salvador) que segundo en orden, y en nada menor que este (de amar a Dios), es aquel (mandamiento (Mt 22,39; Lc 10,27; Me 12,31; Lev 19,18)): ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’. Luego a Dios (le amarás) sobre ti mismo. Al preguntarle aquel que dialogaba (con El) (Lc 10,29): ‘¿Quién es mi prójimo?’, no le definió como los judíos: El consanguíneo, o el (con)ciudadano, o el prosélito, o el circunciso como ellos, o el que emplea (= vive sometido a) una e idéntica ley. Introduce, en cambio, con un discurso (agei to logon) a cierto (individuo) que descendía de Jerusalén a Jericó, y le muestra herido por ladrones, (y) abandonado en el camino, medio muerto; preterido por un sacerdote, mirado con desprecio por un levita, y compadecido, en cambio, por el samaritano — despreciado él mismo y segregado —. El cual no (le encontró) por casualidad (ni pasó de largo) como aquéllos pasaron, sino que vino preparado con (todo aquello) de que necesitaba el (hombre) en peligro, tal como aceite, vendas, jumento, dinero para el mesonero, que en parte le dio y en parte se lo prometió. ‘¿Quién de éstos — dijo (Lc 10,36.37) — vino a ser prójimo para el que sufrió la desgracia?’ Y aquél respondió: ‘El que mostró misericordia para con él. Y tú, pues, yendo, obra así’: como (quien enseña) que la caridad germina en beneficencia». (Quis dives salvatur)
El alejandrino ofrece en seguida su personal comentario; declara los dos mandamientos del amor a Dios y al prójimo, formulados en Lc 10,27, y singularmente el segundo.
«En ambos mandamientos indica la caridad, aunque la haya distinguido por orden. La primacía de la caridad se la atribuye a Dios; el segundo puesto, (a la caridad) con el prójimo. Mas ¿quién otro podría ser (el samaritano) fuera del propio Salvador ?, ¿o quién se compadece más que El de nosotros, llevados casi a la muerte por los príncipes tenebrosos de este mundo, con multitud de heridas, temores, concupiscencias, iras, tristezas, engaños, placeres? De tales heridas es único médico Jesús, cortando totalmente de raíz las pasiones, y no como la Ley, que sólo corta las secuelas, los frutos de las plantas perversas, sino que mete su propia segur hasta las raíces del mal. Este es el que derrama el vino (cf. Lc 10,34) — la sangre de la vid davídica (cf. Gen 49,11) — sobre nuestras almas heridas, y el que ofrece el aceite — de las entrañas del Padre —, y con largueza. Este el que dio a conocer las vendas insolubles de la curación y salud — caridad, fe, esperanza —. Este el que ordenó a los ángeles y principados y potestades nos sirvieran a nosotros (los hombres) con gran retribución; por lo cual también ellos serán liberados de la vanidad del mundo a raíz de la revelación de la gloria de los hijos de Dios (cf. Rom 8,20; 1 Pet 4, 13…). A éste, pues, conviene amar como a Dios. Ama, empero, a Cristo Jesús quien hace su voluntad y guarda sus mandamientos…»
Los mandamientos del amor a Dios y al prójimo van íntimamente unidos. La primacía corresponde a la caridad con Dios.
La parábola define al prójimo por caminos diversos de los imaginados entre israelitas. Para éstos el prójimo era el consanguíneo, nacido de la simiente de Abrahán; el conciudadano, perteneciente a una de las doce tribus de Jacob; el prosélito, incorporado al pueblo de la circuncisión; el circunciso como ellos; el sometido a la misma Ley de Moisés.
En todos los casos, el título de «proximidad» era externo: la sangre, la descendencia, la circuncisión, la obediencia a la Ley (nacional).
Cristo le declaró de otra suerte, mediante la parábola del buen samaritano. Aquél es «prójimo» de otro que le ama con caridad benéfica; aquel que, por amor al otro, le muestra misericordia. Dos elementos: uno interno, el amor (paralelo al amor de Dios), y otro externo, la beneficencia o misericordia externa. De ellos, el característico es siempre el primero. Una misma obra externa — hecha, v.gr., a un conciudadano o de la propia sangre — puede responder a amor de tribu o sangre, y también a amor de Dios. Sólo afectará «al prójimo» si proviene de amor ajeno a título sensible y terrenal.
Es mi «prójimo» cualquier hombre, en cuanto tal, sea o no mi enemigo. ¿Por venir del mismo Adán, o por creado a imagen y semejanza de Dios ?
He ahí la doctrina evocada en Clemente por la parábola. Señala además el alejandrino algunos elementos.
El samaritano — que supo ser prójimo — simboliza al Salvador. El malherido nos representa a los hombres «llevados casi a la muerte por los príncipes tenebrosos de este mundo, con multitud de heridas, temores, concupiscencias, iras, tristezas, engaños, placeres», enfermedades, sólo remediables por Jesús.
Los ladrones — acaba de apuntarlo — serían «los príncipes tenebrosos de este mundo».
Según el evangelio, cayeron sobre el hombre dejándole con llagas, medio muerto. Clemente le presenta «picado», atravesado. El verbo, similar al de lo 19,37 («mirarán al que traspasaron»), ¿tiene algún misterio ?
Urgiendo el paralelismo con la herida de Cristo en la cruz, resultaría Adán (y el género humano) atravesado de la misma forma. La llaga que en la segunda venida del Hijo del hombre sería título de glorioso reconocimiento, vendría a ser la antítesis de la que en su primer advenimiento reconocería Cristo en el hombre.
El mesonero tiene un simbolismo plural, correlativo a los ladrones. Representa «los ángeles y principados y potestades», a quienes encomienda el Salvador nuestro cuidado.
Al margen de los símbolos fundamentales, deja caer el alejandrino interesantes noticias. Así, por ejemplo, el trato que otorga el médico Jesús al hombre enfermo. La Ley de Moisés sólo cortaba las manifestaciones externas del mal, los frutos sensibles de las plantas (pasiones, enfermedades) malignas del hombre. En cambio, el Salvador «corta por entero de raíz las pasiones…, mete su propia segur hasta las raíces del mal». A diferencia de la Ley, el Verbo de Dios hecho hombre penetra, semejante a la segur, hasta la raíz, arrancando no solamente los efectos, sino el pecado mismo.
Especifica aún más Clemente. El médico Jesús — en quien se adivina el Verbo hecho carne, sensible a la compasión — derrama vino y aceite sobre nuestras heridas. Doble simbolismo: a) el vino, la sangre de la Virgen, por cuyo medio viene de David; alude a la efusión cruenta del Calvario, con eficacia «sobre nuestras almas heridas»; como si la sangre de Jesús afectara en rigor a sola el alma, remitiéndole el pecado o purificándola de sus pasiones; b) ofrenda el aceite 32, símbolo de la misericordia paterna. El juego entre elaion y eleos parece obvio.
«Dice el Señor (Ps 88,21): ‘Hallé un hombre según mi corazón, a David, el hijo de Jesé. En aceite santo le ungí’».
Ayudaba al tránsito del «óleo» a la «misericordia» el crisma, fácilmente vinculado a los dos.
«La unción — escribe Evang. Ver. 36,17ss — es la misericordia del Padre, el que tuvo compasión de ellos (= de los eones). Los que han sido ungidos son los perfectos».
Agréguese la mención de las «entrañas». En las «entrañas de misericordia» de Dios descubre Lc 1,78 el origen de la economía evangélica.
El médico Jesús, que derramó el vino de su propia sangre para remedio de nuestros pecados, ofreció con largueza el aceite de su misericordia, recibida de las entrañas del Padre. El alejandrino desdobla a su manera la expresión evangélica «infundiendo aceite y vino».
El óleo simboliza la índole divina de Jesús. Susceptible de morir derramando sangre para remisión de los pecados, era Hijo de Dios, lleno de misericordia y capaz de infundirla sobre los hombres perdonándoles sus delitos. Médico eficaz, por hombre y Dios, Jesús — contrariamente a la Ley de Moisés — arranca del alma pecados y pasiones.
No acaban aquí los símbolos. Las vendas tenían el suyo. El buen samaritano «le vendó las heridas» (Lc 10,34). Según el comentario de Clemente, le aplicó «vendas» definitivas.
«Dio a conocer las vendas insolubles de la curación y salud: caridad, fe, esperanza».
El Señor aplicóle al hombre — a modo de ligaduras irrompibles, definitivas — la fe, esperanza y caridad; ellas le mantendrían sano y salvo, al abrigo de las potestades del mal. El orden de las virtudes probablemente no es casual. Tampoco los dos genitivos «de la curación y salud». El alejandrino vio posiblemente en la «caridad, fe, esperanza» vendas (resp. virtudes) curativas y preservativas de curación y de conservación. El contexto inmediato no basta a decidirlo.
Sin abordar derechamente el simbolismo del «mesonero», aduce el Stromateús elementos de interés.
«Los ángeles y principados y potestades» se encargan de servir a los hombres. A ellos les toca el servicio (to diakonein) de la humana dispensación. Alguna vez lo subrayamos, como premisa de la interpretación origeniana del «procurador» (epitropos) de Mt 20,8 (+ Lc 10,35).
El buen samaritano encomienda al mesonero el cuidado del malherido. El Salvador encarga a los ángeles y principados y potestades sirvan a los hombres.
«Así como el Salvador dirigía la palabra mediante el cuerpo y sanaba (por su medio), así también primeramente mediante los profetas, y ahora por medio de los apóstoles y los maestros. La Iglesia sirve, en efecto, a la actividad del Señor. De ahí que también entonces asumió (al) hombre para servir por su medio al querer del Padre. Y siempre Dios misericordioso reviste al hombre para la salud de los hombres: primero a los profetas, ahora a la Iglesia. Conviene, efectivamente, que lo semejante sirva a lo semejante en orden a la salud pareja.
Apóstoles y maestros prolongan la misión de enseñar y curar las pasiones o enfermedades del alma.
El tránsito de los profetas y apóstoles a los ángeles, y viceversa, no crea dificultad en Clemente.
Al encomendar a los ángeles el servicio de los hombres, les pone el Salvador delante una gran retribución.
La cláusula epi megalo pistho, en absoluto podría significar, v.gr., «en (el día de) la gran retribución». El contexto impone otra idea. El Señor les promete un fuerte salario si cumplen el servicio del hombre que les encomienda.
Tal galardón se especifica en seguida: «por lo cual también ellos (ángeles, principados y potestades) serán liberados de la vanidad del mundo a raíz de la revelación de la gloria de los hijos de Dios». El hombre se librará de la vanidad del mundo al revelarse definitivamente en la gloria de hijo de Dios. Pero también el ángel. Las dos liberaciones dependen del Salvador, aunque la angélica se supedite a la humana. Los ángeles deben coadyuvar, «ministros de la humana dispensación», a la soteriología. No porque sean capaces de hacer «salvo» a quien malhirieron «los príncipes tenebrosos de este mundo» — tanto la curación como la salud definitiva del hombre son obra exclusiva del Verbo encarnado —, sino porque Jesús les encomienda la dispensación complementaria: el servicio del hombre, redimido ya, previniendo nuevas heridas (resp. recaídas).
Al hombre — según la parábola de los operarios (Mt 20,1ss) — se le dará por galardón el denario único de la vida eterna.
Al ángel (resp. ángeles, principados, potestades) — según la del buen samaritano — se le retribuirá grandemente con arreglo a los servicios en bien del hombre: al recibir éste el salario definitivo de la vida eterna, recibirá el ángel el suyo, quedando libre de la vanidad o corrupción del mundo.
Clemente supone la sujeción angélica a la vanidad del cosmos. Probablemente, por no haber sabido — en Satanás y los suyos — mantenerse diácono del hombre. Y formula una noticia del escliaton angélico: en premio a su «servicio» al hombre, el ángel se librará de la servidumbre al mundo corruptible.
En adelante, adentrado el hombre en la vida eterna, el ángel quedará exonerado del servicio humano; más aún, de toda vinculación a los elementos del cosmos sensible. Y habrá que seguir la trayectoria de 1 Pet 1,1242 para definir positivamente la suerte del ángel.