Alois Dempf — A Metafísica da Idade Média
Excertos do capítulo “São Tomás de Aquino e a Metafísica do Século XIII”
3. La doctrina de la totalidad como punto de partida del tomismo
El amplio marco de la síntesis total, la distinción entre los universales ante rem, in re et post rem, tal como la ofrecía la teología de San Agustín y enseñaba también en forma parecida Avicena, constituyó la base común de la metafísica escolástica para Alberto Magno y Alejandro de Hales, para San Buenaventura y Santo Tomás de Aquino hasta finales del siglo XIII. Pero este marco no contenía aún las determinaciones de detalle imprescindibles para la solución del resto de los problemas planteados a raíz del renacimiento aristotélico. Estos problemas restantes eran, ante todo, el problema alma-cuerpo, el problema de la distinción entre essentia y esse receptum y el problema de los espíritus puros, el problema de la distinción lógica o real entre el alma y las facultades del alma, el problema de la relación entre intellectus agens y possibilis. En la solución de estos problemas comienza la diferenciación entre k el agustinismo y el aristotelismo cristiano; y se comprende que en esa diferenciación no entran tanto en juego las diferencias históricas de las escuelas de franciscanos y dominicos como las diferencias tipológicas del tipo de pensador platónico o aristotélico. El problema con que tropieza una exposición histórico-filosófica radica, pues, principalmente en cómo estos problemas están unidos íntimamente y si encontraron en general una solución unitaria. Esta solución no se logró en sentido pleno hasta Santo Tomás de Aquino, si bien es verdad que ya Alberto Magno le había desbrozado el camino, sólo que en la labor gigantesca de reajuste de materiales no siempre se mantuvo en él con entera seguridad. Por este motivo hemos de aplazar aquí la solución dada por Alberto Magno al problema, para no aumentar todavía más, por medio de variantes, la dificultad, ya de por sí considerable, que entraña la exposición de la metafísica tomista.
La tarea de una exposición filosófica del sistema tomista continúa siendo todavía hoy una crux de la historia de la filosofía. Hasta los últimos años se ha seguido debatiendo, incluso dentro de la misma tradición escolástica, el problema de interpretación. Los presupuestos para una inteligencia interna de los principios, su valoración doctrinal respecto al contenido permanente de verdad y sus vinculaciones de mutua dependencia, todavía no han sido llevados a cabo de manera suficiente conforme a la nueva interpretación sistemática, sino que esta labor ha sido solamente iniciada por Del Prado. Deberá, pues, concederse al intento que sigue la misma benevolencia de que justamente goza toda interpretación de Kant o de Hegel. Este ensayo de interpretación del tomismo nació inspirado en la genial obra juvenil de Santo Tomás a los treinta años, cuando había pasado ya por la escuela de Alberto Magno y su curso de prelecciones teológicas, y con el De ente et essentia del año 1257 en que comienza a desarrollar su propio sistema. Como complemento se han tenido en cuenta también las tesis de las disputaciones De vertíate, 1257-1259, así como también, ni que decir tiene, las formulaciones definitivas de sus grandes obras capitales. El joven filósofo se ha encontrado a sí mismo. Sabe en qué puntos debe sobrepasar a su maestro para poder realizar un realismo consecuente de la concepción de las esencias, especialmente en’ las tres esferas espirituales del ser. Así se ha logrado una síntesis que con la mirada intuitiva hacia las consecuencias del sistema destaca enérgicamente ciertos principios, según los cuales solamente se pueden eliminar las dificultades filosóficas de la recepción aristotélica y del reajuste cultural. Esta clase de síntesis podemos calificarla de construcción magistral que llena el concepto propio y aristotélico de la filosofía: sapientis est ordinare.
El punto de arranque de la metafísica tomista es el antropológico, en el doble sentido de que debe partirse de nuestro conocimiento humano y al mismo tiempo de su objeto connatural, esto es, del propio orgánico ser humano. Este punto de partida es, por otra parte, ontologicamente objetivo, pues no debe examinarse la vertías propositionum o el sistema subjetivo de categorías de formas de pensamiento formalistas y apriorísticas. La organización real-ontológica humana de cuerpo y alma, según las categorías morfológicas del género, especie e individuo, es el fundamento próximo al ser. El criticismo de este procedimiento descansa en el examen del sentido de los predicados de ser y esencia, del viodus significandi, quid nomine entis et essentiae significatur, cuál es su relación en la esfera terrestre del ser, y qué relación guardan con las categorías morfológicas, frente a las cuales el sistema categorial aristotélico de la sustancia y de los nueve accidentes pasa a segundo término. Esta es la diferencia fundamental entre el principio filosófico organológico o morfológico frente al mecanicista de la concepción de los accidentes. Filosofía es aquí, primordialmente, doctrina de la totalidad, pues sólo así descubre la filosofía el estado real universalmente válido de los objetos orgánicos; y su concepto del espíritu humano creador está tomado a su vez de este conocimiento esencial de la totalidad orgánica, no de un sistema formalista de coordenadas para las relaciones particulares de la experiencia, tal como nos lo ofrece la organización universalmente válida del espíritu humano en Kant, y, sobre todo, no está tomado de un sintetismo subjetivista y conceptualista, de relaciones particulares experimentables en una unidad cerrada solamente para nosotros, como en el nominalismo.
El resultado más importante del renacimiento aristotélico consistió en que el conceptualismo y psicologismo de Abelardo, de pasos sintéticos particulares y simples modos designativos de las relaciones particulares dentro de la forma concreta del pensamiento, fue superado mediante la conversión de la mirada sobre la conexión integral de los predicados esenciales, conexión que para nosotros no es propiamente concebible fenomecánicamente más que en el único objeto hombre, pero que incluye el supremo postulado lógico de la posibilidad de toda ciencia natural y de toda técnica. Sólo cabe hablar de un realismo crítico, cuando hay la conciencia del predicado de la sustancia segunda, de que mediante la totalidad de los seres orgánicos con una nota esencial todos los demás tienen que ser al mismo tiempo dados realmente. La validez universal real del predicado sobre seres naturales depende de la totalidad esencial, aun cuando nosotros no podamos en absoluto saber la constitución y estructura internas de las notas esenciales, pues éstas son el principio metafísico de unidad accesible de manera adecuada únicamente a un espíritu intuitivo.
Esta problemática de la totalidad y de la unidad se halla sobre todo oculta en el concepto realista de sustancia; pero en ella descansa también la distinción de las cosas en el mundo de la experiencia y casi todo el lenguaje humano como nominación de las cosas sustancialmente diferentes; y así pudo ya el primer biólogo teórico, Aristóteles confiando en el lenguaje, encontrar los principales modos designativos de las múltiples modalidades de la sustancia viva. Para la metafísica cristiana, en cambio, fue tradición evidente, a partir de San Agustín, que la postura creadora del espíritu absoluto ha puesto la unidad constante, la concordia et pax de los impressi numeri en las cosas como causa ejemplar y eficiente, según las ideas de su espíritu creador, y que por ello la ordenación concreta y constante de las cosas del mundo constituye el fundamento del lenguaje y de los conceptos. Al reaparecer ahora la biología teórica de Aristóteles en el primer plano de la labor lógica y epistemológica de la joven Universidad occidental, bastó con que la adecuación del postulado agustinoanselmiano de la unitas, veritas et rectitudo en las cosas, según la causa ejemplar creadora, como posibilidad trascendental de toda experiencia universalmente válida, se ajuste a la definición organológica según la totalidad morfológica. Y de aquí resulta, casi como fruto secundario, la doctrina realista acerca del espíritu transcreador humano, acerca del intellectus agens natural humano, en lugar del sidéreo monopsiquismo o de la iluminación trascendental agustiniana, para los conocimientos evidentes universales.
Santo Tomás acepta en principio el concepto peripatético de esencia en sus aspectos más fundamentales, según el que esencia designa el principio común a todas las naturalezas de su posición según distintos géneros y especies, y según el que la quidditas es el principio formal ontológico de la esencia para la definición y la esencia misma ha de ser considerada como la forma viva, para los cuerpos inánimes como la forma sustancial, como la certitudo intrínseca uniuscuiusque rei, como el principio formal ontológico de la unidad interna y como naturaleza, como principio de la actividad específica y propia, de la operatio própria (I). Pero después Santo Tomás corrige enérgicamente las vacilaciones aristotélicas entre la igual o mayor extensión conceptual de forma y esencia. Su coincidencia con las sustancias simples y más nobles es clara, pero en las compuestas la forma no es idéntica a la esencia; forma y materia informe son solamente componentes de la esencia, como en el hombre el alma y el cuerpo. Pero con esto queda subsanado al propio tiempo un punto básico del platonismo y del agustinismo, que querían concebir cuerpo y alma como dos sustancias. Es claro que la materia sola no es esencia de una cosa, pues la cosa es determinada esencialmente por las categorías morfológicas de género y especie y solamente así es realmente cognoscible. Pero es igualmente claro también que la sola forma no es la esencia de las cosas compuestas, puesto que en este caso serían, por decirlo así, solamente objetos matemáticos, no objetos materiales. La esencia abraza, pues, aquí lo compuesto de forma y materia, no solamente la relación o composición, la compositio, pues la forma misma es principio constitutivo de ellas. Pero la materia no es tampoco mera receptibilitas additionis, mera receptibilidad de accidentes, sino principio individuativo de la forma dentro de la esencia. Según esto la esencia parece que solamente puede ser individual, no común, y que no es posible ya ninguna clase de definición. Esta dificultad exige la ulterior distinción entre la materia non signata, la materia aun no dimensional, y la materia signata, la materia determinada; y solamente ésta es el principio de individuación mediante sus dimensiones cualitativamente determinadas (II). De esta manera se diferencian la esencia del hombre y la esencia de Sócrates mediante la distinción entre lo non signatum et signatum, entre la extensión conceptual indeterminada-determinable y la determinada.
Esta distinción debe aplicarse asimismo a la esencia del género. También éste contiene ya en sí la designabilitas, la determinabilidad en la dirección de la especie, y experimenta después la determinación mediante la forma como diferencia específica constitutiva. Es ésta igualmente una doctrina imprescindible para la moderna biología teórica, que Driesch exagera incluso hasta la determinabilidad de otras especies a partir del género, en vez de atenerse solamente a aquellas posibilidades de determinación cuya dirección evolutiva tiene ya el género realmente en sí. Aquí entroncan también las teorías de Steinmann y Dacqué. Todo aquello y solamente aquello que está en la especie, está también en el género como capacidad determinable: quiclquid est in specie, est etiam in genere ut non determinatum. Pues si la esencia genérica “viviente” no fuera en el concepto de hombre la totalidad que el hombre es, sino solamente una parte, “viviente” no podría predicarse del hombre, pues ninguna parte excluida se predica como pars integralis de su todo.
El mismo principio de la totalidad indeterminada-determinable es asimismo valedero para el cuerpo. El cuerpo considerado genéricamente es una naturaleza, por la receptibilidad y potencia para tres dimensiones, el cual cuantitativamente considerado consiste en tres dimensiones determinadas. El cuerpo puede tener, además, la ulterior potentia activa y passiva, la ulterior potencia y receptibilidad para la vida, la sensibilidad y la espiritualidad, y se halla de esta manera en potencia manifiesta para otras perfecciones que a su vez no pueden ser simples formas o formalidades escotistas; el cuerpo permanece variante, dependiente con relación a la forma.
Otro tanto es aplicable también a la individualidad, a la differentia individualis. También ésta designa la totalidad y no solamente la forma sola, pues también aquélla se predica de la forma concreta determinada, y de ese modo forma parte integrante de su concepto la materia signada. La designación genérica tiene, en cambio, como fundamento de predicación1 lo indeterminado-determinable materiale in re, aunque el género no sea la materia. La especie y definición, finalmente, comprenden la materia signada y la forma determinada. De esta suerte las tres categorías morfológicas de género, especie e individualidad son modos designativos del conjunto o totalidad, y se refieren solamente a la materia, la forma y el compuesto, sin serlo ellas mismas. El hombre es, por consiguiente, viviente racional como unidad, no como una tercera cosa que constase de las dos cosas, alma y cuerpo. Ni la res constituía, ni el concepto, se designan según las partes constitutivas, sino sólo la unidad de ser y de concepto, esto es, el hombre. La consideración entera se refiere al orden abstracto, al “universale metaphysician”.
La semasiología fenomenológica y realontológica de la totalidad da como resultado inmediato dos decisivos postulados metafísicos. En primer lugar, la refutación del hiperrealismo, esto es, que las distintas especies de un mismo género en modo alguno son una esencia, aunque el género designa toda la esencia de la especie. Pues su unidad resulta sólo cognoscitivamente mediante la extensión conceptual indeterminada-determinable, mediante la indiferencia de su extensión conceptual, pero no de manera que lo mentado con el género sea realmente una única naturaleza en las distintas especies. El género es forma, no materia; y solamente la materia prima es algo indiferenciadamente único por la ausencia de toda forma. El género se designa solamente como uno a causa de la universalidad, de la communitas universalitatis de la forma determinada. Con la eliminación de una indeterminación mediante la accesión de la diferencia específica resultan esencialmente distintas especies, y al suprimir la indeterminación de las especies mediante la diferencia individual resultan distintos individuos. De esta manera la especie contiene en sí implicite todo lo que se predica esencialmente del hombre, pero vio contiene solo indistincte, de una manera indeterminada-determinable. La esencia del hombre, la humanitas, se predica prescindiendo de la materia signada; por tanto no es todavía el hombre, homo, pues éste tiene justamente que ser recibido en una materia signada. La esencia del hombre, la essentia concreta, designa primordialmente la totalidad humana, pero sólo en cuanto no separa la materia signada, sino en cuanto la contiene todavía de manera indeterminada-determinable, implicite continet eam et indistincte.
El realismo criticoindividual del ser entraña, asimismo, inmediatamente la recusación del hiperrealismo cognoscitivo de Platón y Averroes. Así, pues, con su sola categoriología organológica Santo Tomás superó las principales posturas contrarias de su tiempo : el naturalismo hiperrealista del ser, de David de Dinant, y la metafísica hiperrealista del conocimiento, de Siger de Brabante; y superó también, al propio tiempo, la tendencia al nominalismo, oculta en el agustinismo medieval, por su mantenimiento de dos sustancias en el hombre, cuerpo y alma, tendencia que iba a reaparecer muy pronto en el complejo de formalidades de Duns Escoto, que se halla a su vez en correlación con la teoría iluminista del agustinismo. Solamente cuando alma y cuerpo cesan de estar separados, puede elaborarse un conocimiento de los universales que, partiendo de la experiencia sensible, empalma con una evidente inteligencia espiritual.