Dom Marmion Estado de Oração

Dom Columba MarmionOração em Cristo
Excertos

De cuánta importancia sea en la vía iluminativa la contemplación de los misterios de Cristo: el estado de oración

La experiencia, empero, demuestra que a medida que un alma progresa en los caminos de la vida espiritual, el trabajo discursivo del raciocinio va aminorándose. ¿Por qué? -Porque el alma, penetrada de las verdades cristianas, no precisa reunir conocimientos sobre la fe; ya los posee, y no tiene otro trabajo que conservarlos y renovarlos por medio de santas lecturas.

De aquí resulta que el alma, así empapada y poseída de las verdades divinas, no necesita entretenerse en prolongadas consideraciones; ya es dueña de todos los elementos materiales de la oración. Sin otra preparación, y sin el trabajo discursivo, que necesitan por lo regular las que aún no han adquirido tales conocimientos, puede entrar en conversación con Dios.

Esta ley fundada en la experiencia no está exenta, naturalmente, de excepciones que es preciso respetar cuidadosamente. Hay almas muy aventajadas en los caminos de la vida espiritual que ni saben ni pueden ponerse en oración sin ayuda de un libro, la lectura les sirve, por decirlo así, como de cebo y acicate; no deben, por tanto, abandonarla, otras almas no saben conversar con Dios si no recurren a la oración vocal; se les perjudicaría si se les lanzara por otro camino, mas por lo general, es evidente que, a medida que el alma progresa en la luz de la fe y en fidelidad, la acción del Espíritu Santo toma mayores proporciones, y cada vez siente menos la necesidad de recurrir al raciocinio para encontrar a Dios.

Sucede esto sobre todo, y la experiencia lo demuestra, respecto de aquellas almas que tienen un conocimiento más arraigado y más desarrollado de los misterios de Cristo.

Véase lo que San Pablo escribía a los primeros cristianos: «Permanezcan en vuestros corazones y con abundancia las palabras de Cristo» (Col 3,16).

El gran Apóstol deseaba esto a fin de que los fieles ose instruyesen y exhortasen unos a otros con sabiduría».- Pero esta recomendación sirve también para nuestras relaciones con Dios. ¿Cómo?

La palabra de Cristo está contenida en los Evangelios, los cuales encierran, juntamente con las Epístolas de San Pablo y de San Juan, la exposición más sobrenatural, por ser inspirada, de los misterios de Cristo. Allí encuentra el hijo de Dios los mejores títulos de su adopción divina y el ejemplar mas directo de su conducta. A través de ellos, Jesucristo se nos manifiesta en su existencia terrena, en su doctrina en su amor. Allí encontramos la mejor fuente de conocimiento de Dios, de su naturaleza, sus perfecciones, sus obras: «Dios ha hecho brillar en nuestros corazones su claridad, que resplandece en el rostro de Jesucristo» (2Cor 4,6). Jesucristo es la gran revelación de Dios al mundo. Dios nos dice: «Este es mi Hijo muy amado, escuchadle». Como si nos dijese: «si queréis darme gusto, mirad a mi Hijo, imitadle; no os pido otra cosa, porque en eso consiste vuestra predestinación, en que seáis como mi Hijo».

El camino más directo para llegar a conocer a Dios es, pues, el mirar a Nuestro Señor y contemplar sus acciones; quien lo ve, ve a su Padre, ya que es uno con El, y no hace sino lo que puede agradarle, ya que cada uno de sus actos es objeto de las complacencias del Padre y merece los propongamos a nuestra contemplación. «Y veo yo claro, escribe Santa Teresa, y he visto después que, para contentar a Dios y que nos haga grandes mercedes, quiere sea por manos de esta Humanidad sacratísima, en quien dijo Su Majestad se deleita. Muy muchas veces lo he visto por experiencia: hámelo dicho el Señor. He visto claro que por esta puerta hemos de entrar, si queremos nos muestre la soberana Majestad grandes secretos. Así que vuestra merced, señor, no quiera otro camino, aunque esté en la cumbre de la contemplación; por aquí va seguro. Este Señor Nuestro es por quien nos vienen todos los bienes: El lo enseñará; mirando su vida es el mejor dechado». Y añade luego: «Mas que nosotros de maña y con cuidado nos acostumbremos a no procurar con todas nuestras fuerzas traer delante siempre, y pluguiese al Señor fuese siempre, esta sacratísima Humanidad, esto digo que no me parece bien y que es andar el alma en el aire, como dicen; porque parece no trae arrimo, por mucho, que le parece anda llena de Dios. Es gran cosa mientras vivimos y somos humanos traerle humano» (Vida, c. 22. Vale la pena leer por entero este magnífico capítulo para ver cómo deplora la Santa el haber malgastado tanto tiempo, sólo por no haberse dado en la oración a contemplar la Humanidad sagrada de Jesús).

Mas Cristo no solamente obró, sino que también habló (Hch 1,1). Sus palabras todas nos revelan los secretos divinos, y no habla sino de lo que ve. Sus palabras, El mismo nos lo dice, son para nosotros espíritu y vida, son vida de nuestra alma, no ya al modo de los sacramentos, sino en cuanto son luz que alumbra y vigor que nos sostiene. Las palabras y acciones de Jesús son para nosotros otros tantos motivos de confianza y de amor, y principios de acción.

Veis por qué las palabras de Cristo deben «permanecer en nosotros», si han de ser, como deben, principios de vida; veis también por qué resulta tan útil al alma que desea vivir de oración, leer y releer el Evangelio, seguir a la Iglesia nuestra Madre cuando nos representa los hechos y nos recuerda las palabras de Jesús a lo largo del ciclo litúrgico… Al hacer pasar ante nuestros ojos las etapas todas de la vida de Cristo, Esposo suyo y hermano mayor nuestro, la Iglesia nos proporciona materia abundante con la que el alma pueda alimentar su oración. El alma que sigue así paso a paso a Nuestro Señor, dispone, suministrados por la Iglesia, de todos los elementos materiales que le son necesarios para la oración; en ella, sobre todas las cosas, es donde el alma fiel encuentra al «Verbo de Dios», y, unida a El por la fe, es fecundada sobrenaturalmente, ya que la menor palabra de Jesús es para ella luz deslumbradora, venero de vida y de paz.

El Espíritu Santo es quien nos hace comprender la fecundidad de estas palabras. ¿Qué dijo Jesús a sus discípulos antes de subir al cielo? «Os enviaré el Espíritu Santo, y El os recordará cuanto os tengo dicho» (Jn 14,26). En lo cual no ha de verse una vana promesa, porque las palabras de Cristo no pasan. Cristo, Verbo encarnado, nos dio su divino Espíritu el día del Bautismo. El y su Eterno Padre nos le enviaron, porque el Bautismo nos hizo hijos del Padre y hermanos de Jesucristo. Su Espíritu mora en nosotros. «Permanece con vosotros y está en vosotros» (Ib 14,17). Mas, ¿para qué está en nosotros ese Espíritu de verdad? Nuestro Señor mismo nos lo dice: «El Espíritu mora en vosotros para recordaros mis palabras». ¿Y cuál es el sentido de estas palabras del Salvador? Cuando consideramos las acciones de Cristo y sus misterios, sirviéndonos, por ejemplo, de la lectura de los Evangelios, repasando una vida de Nuestro Señor, o bien siguiendo las instrucciones de la Iglesia en el curso del año litúrgico, ocurre a veces que, un día cualquiera, tal palabra que habíamos leído y releído cien veces, sin que nos hubiera llamado la atención, cobra de repente a nuestros ojos un relieve y sentido sobrenatural totalmente nuevo; es como un rayo de luz que el Espíritu Santo alumbra en el fondo de nuestra alma; es la revelación súbita de un venero de vida hasta entonces insospechado. Es como si un nuevo horizonte más extenso y luminoso se abriese ante los ojos del alma; es un mundo sin explorar que el Espíritu nos descubre. El Espíritu Santo, a quien la liturgia llama «el dedo de Dios», Digitus Dei (Himno Veni Creator), graba y esculpe en el alma esa palabra divina, que perdurará en ella como luz esplendorosa, como un principio de acción; y si el alma es humilde y dócil, esa palabra divina va poco a poco obrando silenciosa pero eficazmente.

Si todos los días reservamos algún ratito, largo o breve, según nuestras aptitudes y los deberes de nuestro estado, para conversar con el Padre celestial, para recoger sus inspiraciones y escuchar los llamamientos del Espíritu, sucederá entonces que las palabras de Cristo, las Verba Verbi, como dice San Agustín, serán cada vez más frecuentes e inundarán el alma con raudales de luz, abriendo en ella fuentes inagotables de vida. Así se cumplirá la promesa de Jesús, que dijo: «Si alguien tiene sed, que venga a Mí y beba; el que cree en Mí, ríos de agua viva correrán de su vientre». Y añade al punto San Juan: «Esto lo dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en El» (Jn 7, 37-38).

El alma, a su vez, traduce constantemente sus sentimientos en actos de fe, de dolor y compunción, de confianza y de amor, o de complacencia y de entrega a la voluntad del Padre celestial; se mueve en un ambiente del todo divino; la oración llega a ser su respiración y como su vida; en ella vive habitualmente, y, por tanto, no ha menester esfuerzo para encontrar a Dios, aun en medio de las ocupaciones más absorbentes.

Los momentos que dedica diariamente al ejercicio formal de la oración, no son sino la intensificación de ese estado habitual de dulce reposo y unión con Dios en que le habla interiormente y escucha ella misma la voz del Altísimo. Ese estado no es la mera presencia de Dios sino un coloquio interior y amoroso, en que el alma habia a Dios a veces con los labios; ordinariamente con el corazón permaneciendo siempre unida a El, no obstante los múltiples quehaceres diarios. Hay no pocas almas sencillas, pero rectas, que, fieles al llamamiento del Espíritu Santo, alcanzan ese estado tan deseable.

«¡Señor, enséñanos a orar!»…