Etienne Souriau

ARTE – Étienne Souriau

Pendant près d’un demi-siècle, Étienne Souriau a régné sur l’esthétique française. Il ne l’a pas cherché et il n’eût pas aimé qu’on le lui dise : cet homme massif, secret, abrupt et doux, dont l’intelligence et l’érudition forçaient le respect, était la tolérance même ; et nul n’a pu se plaindre qu’il lui ait fait de quelque façon violence.

Étienne Souriau appartient à une famille de philosophes. Son père, Paul Souriau, philosophe et esthéticien, avait été professeur à la faculté de lettres de Lille (Étienne Souriau est né dans cette ville en 1892) puis doyen de la faculté de Nancy.

La carrière de Souriau a été celle d’un grand professeur : l’École normale supérieure où il entra en 1912, puis la guerre qu’il termina en captivité, l’agrégation à laquelle il fut reçu premier en 1920, le doctorat en 1925 ; après quoi il fut successivement professeur aux universités d’Aix, de Lyon et, de 1941 à sa retraite, à la Sorbonne où il eut une vaste audience (il meurt à Paris en 1979).

Après avoir enseigné la philosophie, il s’était très tôt voué à l’esthétique, en un temps où l’esthétique était surtout allemande. Il n’y consacra pas que son enseignement. En 1948, avec Raymond Bayer et Charles Lalo et l’aide de Georges Jamati, il lança la Revue d’esthétique qu’il ne cessa d’animer jusqu’à sa mort. Il créa la Société française d’esthétique dont il fut longtemps président, et fonda en 1957 l’Institut d’esthétique et des sciences de l’art. Il fut président du Comité international pour les études d’esthétique, qui l’élut ensuite président honoraire et il participa très activement à tous les congrès internationaux que ce comité suscita. Cette activité diligente n’a pas interféré avec l’élaboration d’une œuvre considérable. Souriau, platonicien à certains égards, suit la leçon antiplatonicienne de Kant : ne nominalisez pas le prédicat ! Si vous voulez rendre justice à la beauté, cherchez-la dans les choses belles. À ces choses, Souriau porte en effet une attention scrupuleuse ; il a avec de multiples formes d’art le contact le plus étroit ; quand il parle de musique, de poésie, de tapisserie, de cinéma, c’est en homme qui connaît le métier et qui parfois l’a pratiqué lui-même. Il n’ignore pas davantage les circonstances historiques, économiques et sociales dans lesquelles les œuvres apparaissent et ont une histoire propre : il y a des « faits esthétiques », dit-il dans un langage qui fait sa part à l’empirisme, et l’esthétique se doit de les connaître, car ces faits pèsent sur le destin des œuvres et d’abord sur leur création.
(Universalis)


Debemos igualmente poner de relieve la gran importancia que en relación con este tema tiene la obra de un eminente filósofo contemporáneo, Etienne Souriau. Nos referiremos especialmente a tres de sus obras: Les différents modes d’existence (Paris, 1943), Avoir une áme, essaí sur les existences virtuelles (París, 1938), L’Ombre de Dieu (París, 1955). Queremos recalcar que nuestras presentes investigaciones están en gran medida «en simpatía» con las suyas, así como dejar constancia de nuestra deuda para con ellas. Señalaremos brevemente una serie de temas, que vienen a confirmar nuestras propias tesis; elegiremos como preludio la idea de que si no está en poder del hombre demostrar a Dios, al menos sí está dentro de sus posibilidades el «hacerse capaz de Dios» (cf. Ombre, PP. 119-125). La única prueba accesible al hombre, es, pues, realizar su presencia. Esto no quiere decir hacerse receptivo a la mirada de un Dios tal como lo profesan las teologías dogmáticas, las cuales comienzan por postular su existencia para demostrarla luego racionalmente y concederle atributos. La única realidad divina que debe ser postulada es la que deja al hombre la responsabilidad de hacerla o no actual por su propio modo de ser. El «secreto de la soberanía divina» (sirr al-robubiya), que aquí analizaremos (infra § 3, al desarrollar la idea de un «Dios patético») y que es «tú mismo» (Sahl Tostari), pone precisamente al fiel de amor ante esta responsabilidad. Responsabilidad que le fue recordada a Ibn Arabi una Noche del espíritu, en La Meca (infra § 4), y que implica «la actitud oblativa dirigida» (Ombre, p. 125), salvaguarda contra la actitud narcisista y, a la vez, contra «la disolución pánica de la persona en una totalidad impersonal». En cuanto a la transición de la noción de existencia virtual (Modes, PP. 83 ss.) a la de sobreexistencia como acto (como «hecho de transcendencia», que es el único en investir con existencia real al problemático ser transcendente del que da testimonio y al que responde), creo que hay en la operación mental del ta’wíl (etimológicamente, la exégesis que reconduce y eleva una imagen, concepto, persona o acontecimiento, al plano original de su significado oculto, batin) algo que corresponde a este acto (y de ahí la marcha paralela del ta’wíl y de la anáfora que describe É. Souriau, dotando a este antiguo término litúrgico de un significado enteramente nuevo). Muy llamativa es también su interpretación, igualmente renovada, de la angelología (Ombre, PP. 133-144, 152-153, 260, 280-282, 318), que confirma lo que nosotros mismos habíamos presentido ya en el curso de anteriores estudios angelológicos. Encontramos ahí, en primer lugar, un desmentido a la idea de que la filosofía moderna haya comenzado cuando se dejó de hablar del Ángel (habría que excluir, en tal caso, de la filosofía moderna a Leibniz, Christian Wolf o Fechner). Viene después la observación de que la idea actual de Angel se refleja en afirmaciones tales como las que aluden al «Angel de una obra», es decir, a su «forma espiritual», su «contenido trascendente», su substancia «transnatural», que, aunque pueda ser encontrada en los elementos sensibles de la obra, anuncia alusivamente las virtualidades que los sobrepasan. A estas virtualidades tenemos que responder cada vez, es decir, tenemos que asumir o rechazar todos los «poderes espirituales» de esa obra («lo invisible de un cuadro, lo inaudible de una sinfonía») que no son simplemente el mensaje del artista, sino que han sido transferidos por él a esa obra tras haberlos recibido él mismo de «el Angel». Responder al «Angel de la obra» es «hacerse capaz de todo el contenido de su aura de amor» (Ombre, p. 167). La dialéctica de amor en Ibn Arabi (analizada infra § 5) nos conduce igualmente a la visión del Amado invisible (todavía virtual) en el Amado visible, el único que puede manifestarlo; invisible, pues su actualización depende de una Imaginación activa que haga «conspirar» el amor físico y el amor espiritual en un solo amor místico. La «función angélica de un ser» (Ombre, PP. 161, 171) es lo que predetermina la noción de forma o figura teofánica (mazhar) tanto en la escuela de Ibn Arabi como en la imamología especulativa del ismailismo. La mediación del Ángel nos preserva de la doble idolatría metafísica que nos amenaza (aunque, inversamente, los dogmáticos monoteístas tenderían a encontrar este peligro en la mediación del Ángel), y ésta es la razón más importante de que el Ángel nos sea tan imperiosamente necesario (Ombre, PP. 170-172). El peligro es doble: o bien el callejón sin salida, el fracaso, que nos inmoviliza en un objeto sin transcendencia (y que puede ser un Dios, un dogma), o un desconocimiento de la transcendencia que abre un abismo entre ésta y el objeto de amor y nos condena al ascetismo, a sus negativas y sus furores. La idea de la Fravarti-Daéná en el zoroastrismo, la dialéctica del amor en Ibn Arabi, la sofiología de lo Femenino-creador y el nacimiento del hijo espiritual, la simultaneidad del Theos agnostos (Dios incognoscible) y del Nombre propio determinado que es, por decirlo así, como su Angel, son todas ellas expresiones homólogas que tienden no a anular sino a compensar ese abismo de nostalgia infinita, cuyo contenido en cuanto a experiencia coincide con lo que É. Souriau ha analizado con tanta penetración, diferenciando investidura incondicional (la trampa de todas las idolatrías metafísicas) e investidura funcional (Ombre, ibid.): la función angélica, la mediación del Ángel que precisamente nos deja libres para las transcendencias no descubiertas, imprevisibles, insospechadas, sin inmovilizamos en lo definido, lo definitivo, lo acaecido; es el mismo contraste que existe entre la idea de encarnación (hecho único ocurrido en la Historia) y la idea de teofanía (acontecimiento del alma, siempre inagotable). Por último, cuando E. Souriau afirma que la única idea de Creación que salva todas las aporías filosóficas, es la del acto creador como «emancipación universal de los seres, aquiescencia al ejercicio por cada uno de ellos de su derecho a la existencia según su capacidad» (Ombre, p. 284), ¿cómo no percibir la consonancia con la idea de la Nostalgia divina, el Suspiro de Compadecimiento (Nafas Rahmani) que emancipa de su tristeza a los Nombres divinos que aspiran, en su virtualidad pura, a los seres concretos que los manifiesten (infra § 2)? Y cuando buscamos el fundamento existencial de esta experiencia del Divino como Dios desconocido aspirando a ser conocido por si mismo en y por seres que le conozcan, ¿no lo encontraremos tipificado en el deseo (grito o suspiro) de un personaje de Gabriel Marcel: Ser conocido tal como uno es (Modes, p. 169)? Tal es el Suspiro de la divinidad en su soledad de desconocimiento, de la que es liberado por los seres a los que se revela y por los que existe (cf. infra § 3, el sentido místico de la filoxenia de Abraham). Volvemos, pues, al principio: no está en mi poder provocar una respuesta suya, pero puedo responderle, experimentar en mi ser una modificación «cuya razón, (razón, en el sentido de proporción) sea precisamente El; y ésa es, sin duda, la única forma en que podemos dar testimonio de El, estar en relación de acción-pasión con Él» (ibid.). Esta misma relación la analizaremos más adelante como simpatetismo humano-divino. Es ésta una nota demasiado larga, pero a la vez demasiado breve para lo que tendríamos que decir. En el esfuerzo por reconducir a nuestra realidad actual los temas de la espiritualidad oriental, el pensamiento constructivo de Étienne Souriau resulta alentador y digno de todo reconocimiento. ( Henry Corbin: Corbin Ibn Arabi )